lunes, 12 de diciembre de 2011

Los machos promiscuos y el presidente gringo


Publicado en La Silla Vacía, Diciembre 13 de 2011

Cuentan que en una visita del presidente Calvin Coolidge y su esposa Grace a una granja avícola ella observó un gallo que no paraba de copular. Discretamente le preguntó al anfitrión:
- ¿Ese gallo lo hace todo el día?
- Sí,  Sra Coolidge
- ¿Todos los días?
- Así es
- Por favor, cuéntele eso a mi esposo

El granjero se acercó a Coolidge para transmitirle el mensaje y este reviró:
- ¿Y el gallo lo hace siempre con la misma gallina?
- No, Presidente, siempre es con un distinta
- Por favor, cuéntele eso a mi esposa
De esta anécdota salió el nombre, efecto Coolidge, para la capacidad de los machos de muchas especies de multiplicar su potencia sexual, de renovar sus energías siempre que el siguiente polvo sea con una hembra distinta. Los ratones han sido los afortunados elegidos para estudiar en el laboratorio esta fuerte vocación de los machos por la variedad. Se ha encontrado que si al reponer sus energías para otra cópula con la misma ratica necesitan un tiempo significativo y creciente, al cambiarle las hembras la recarga de energía sexual es casi inmediata. La explicación más aceptada para este efecto es la búsqueda instintiva de diversidad genética en la descendencia. El equivalente al lema financiero de no poner los huevos en la misma canasta es no echarse los polvos con la misma hembra. Los ganaderos lo saben: uno sirve para todas. 
Cualquier mujer interesada por la sexualidad masculina –la real, no la utópica- debe tomar en serio a Coolidge.  Se ahorrará resentimiento, inocuos “yo nunca haría eso”, desacertados "¿es que ya no me quieres?" e infructuosas cacerías de culpables. Si le ofenden las comparaciones con animales, puede leer historias de mafiosos, de tiranos o magnates, homo sapiens que corroboran el efecto y nos representan bien a todos: el poder tumba restricciones y hace asomar a don Calvin. Los vecinos de Narcorama cuentan historias que los expertos del sexo con ratones encontrarían familiares. Incluso antes del Viagra, déspotas septuagenarios, multimillonarios o artistas famosos demostraron el potencial de un abanico de mujeres.
Varias peculiaridades de la sexualidad masculina -hacerlo con extraños, mayor infidelidad, pensar siempre en eso, despedir la soltería, afición al porno, acoso sexual o visitas al burdel- se explican con este efecto. Incluso la violencia de pareja es a menudo una secuela del Coolidge: algún macho mujeriego y celoso que supone tener derecho a varias mujeres, no soporta que una de ellas desafíe esa prerrogativa y la agrede.
Sería un error insinuar que los mafiosos inventaron la promiscuidad, o que trajeron a Coolidge al país. Simplemente integran, con los hacendados que ejercían el derecho de pernada, algunos políticos y cacaos discretamente promiscuos, el exclusivo club de compatriotas que hicieron efectiva esa vocación latente en todos los machos, ese afán obsesivo por tener muchas, muchas mujeres. Es por Coolidge que al novio o esposo se le van los ojos con un cuerpo femenino en la calle, que le gusta leer reportajes entre fotos de senos, que habla tanto de sexo y que se pega sus escapadas reales o por la red. Entre señores normalitos ya existen los que prefieren muchas féminas virtuales a una sóla mujer real. Así de poderoso es Coolidge, como un presidente gringo.
Pocos lo logran, pero todos los machos, desde los ratones, quisiéramos nuestro propio harem. Por eso es desatinado e injusto que después de renunciar a tenerlo, de conformarnos con la menos excitante monogamia, dejando la diversidad para los sueños, los chistes, las revistas, los videos o internet, nos acusen de haber instaurado el matrimonio para someter a una mujer a que nos lave los calzoncillos. Los esponsales se instituyeron para apaciguar la manía por renovar pareja -del esposo y sus congéneres- evitar el consecuente desorden, y para que el macho alfa no se quedara con todas, como los toros reproductores que no se dignan repetir con la misma. También resulta irónico que quienes dominaron la tecnología para desarmar a Coolidge, siendo tan eficaces que se les fue la mano con ellos mismos, reciban tanta crítica de mujeres ingratas que no sólo los culpan de sus cuitas, sino que desconocen su aporte a la civilización de los machos. Y voltean la doctrina para proclamar que la infidelidad masculina es inevitable, pues con un gobernante tan caprichoso como Calvin alias deseo nadie puede. 

Señalar que el efecto Coolidge es natural e instintivo, adaptativo para ancestros lejanos, no implica sugerir que sea algo positivo, inmodificable y homogéneo entre varones. No es una excusa para enredos e irresponsabilidad. La capacidad de acumular grasas en el cuerpo, que en épocas remotas pudo garantizar la supervivencia, es la obesidad que hoy aqueja como afección, con distinta  severidad, a muchas personas. Si se quieren controlar esas tendencias innatas convertidas en dolencias, lo sensato es entender cómo funcionan. 
De nada sirve amargarse porque Coolidge o el exceso de apetito existen, o no están igualitariamente repartidos entre ellos y ellas. Tampoco ayuda recurrir a complejas y milenarias conspiraciones políticas. No funciona combatirlos con un mismo régimen de prohibiciones para todos pues hay desde los inmunes al trastorno hasta casos críticos que requieren terapia, pasando por los afectados leves, remediables con un susto y fuerza de voluntad. Es importante un diagnóstico doméstico pero certero que tenga en cuenta la herencia genética y financiera, el entorno, la educación, el curriculum sexual, así como los costos sobre las personas afectadas. Y no se debe descartar la posibilidad de que en los casos más complicados, para controlar el afán desmesurado por probar bizcochos, lo más eficaz pueda ser un fármaco.
(Con un par de anotaciones sobre Coolidge femenino)