domingo, 10 de abril de 2011

Infidelidades reincidentes 2

Por Mauricio Rubio

El primer matrimonio de Lina, aún en la universidad, había sido un desastre. Con Álvaro, marihuanero consumado y gay medio saliendo del closet, no tuvo hijos. Conoció a Darío por el trabajo, se casaron y rápido se embarcaron en una numerosa prole. Tuvieron seis hijos seguidos, todos buscados a conciencia. Ella había crecido en una familia enorme. Sobrevivieron cinco y con eso rompieron todos los records de amistades, vecinos y estadísticas. Casi a la gringa, cuando el Mono Jojoy aún lo permitía, viajaban por toda Colombia en una mini van y acampaban. La sóla familia parecía un grupo de scouts. En alguna ocasión que hicieron con varias familias un paseo finquero, cuenta Lina, los demás maridos se amotinaron para pedirle que se llevara a Darío a hacer una siesta. Se estaba tirando la curva, con unos estándares demasiado altos. La molestaron por haberse casado con un monitor de campamento de verano.

En efecto, ese sólo día Lina recuerda que, como en casi cualquier paseo, Darío hizo con sus hijos y toda la infancia ajena que reclutó: columpio en los árboles, colección y clasificación de hojas, las lleva, búsqueda del tesoro, caminata hasta la quebrada, visita al pueblo, compra de paletas de agua, arreglo de calabazas para el halloween, hoguera con marshmellows, concurso de cuentos y manotón. Además, bajo la batuta de Darío, almorzaron todos bien y ayudaron a levantar la mesa.

A esas características de papá fuera de serie, se sumaba su carita de niño bueno, su pilera en el trabajo, su rancia familia payanesa, su permanente sonrisa, su absoluta carencia de miradas lascivas o comentarios sexistas, su total apoyo a Lina en el trabajo, su contribución sin chistar a las cargas domésticas, su trato suave, su aversión al trago y al cigarrillo. Era, en síntesis, ese hombre inexistente con el que sueñan todas las mujeres, feministas o no.
Con esos antecedentes, la noticia de que, un buen día, sin ningún preaviso, Darío se había largado de la casa para instalarse con otra cayó no como un baldado de aguafría sino como un verdadero bloque de hielo. Nadie, absolutamente nadie, lo podía creer: ni la familia, ni los amigos, ni las familias de los amigos que, sin conocerlo, rápidamente se enteraron del inusitado suceso.

Ante la magnitud de la sorpresa y de los estragos -cinco hijos menores de diez años- el equipo de los imperdonable goleó al de los reconquístelo en el entorno inmediato de Lina. Ella, sin embargo, valerosa y contra la corriente, no estaba dispuesta a perder fácilmente semejante persona. Lo luchó, y Darío volvió. Pero no por mucho tiempo. Coincidiendo con unos problemas serios de salud de Lina se volvió a largar, reincidiendo con otra mujer. Esta vez, eso parece, de manera definitiva.
Los casos de Ana María y Lina, son útiles para algunas reflexiones o mejor, para un inventario de confusiones, sobre lo complejas que pueden ser las cuestiones relacionadas con la pareja y en particular con los cuernos. También ilustran lo confuso y arriesgado que resulta hacer cualquier afirmación tajante sobre lo que conviene o no conviene hacer o apoyar con la legislación o las normas sociales.



En su Historia de las Amantes, la canadiense Elizabeth Abbott, feminista lúcida, señala cómo los avances en la legislación occidental han corregido casi todas las injusticias que se cometían con las mujeres condenadas a la sombra de las relaciones ilícitas. La superación de la idea del bastardo, la liberalización de las leyes que regulan el matrimonio y la legalización del aborto se pueden considerar, dice Abbott, un conjunto de pasos definitivos para empezar a salir de la caverna patriarcal. Las historias de Ana María y Lina, contadas desde el lado de la esposa, recuerdan a su vez que estos indudables avances para las otras, no fueron totalmente gratuitos. Implicaron unos costos para los personajes afectados por las infidelidades.

En ambos casos, de manera crítica para Lina, sin contar arandelas psicológicas, la salida de la casa del esposo, y su entrada -rejuvenecido y con los hijos bien cuidados- al mercado de parejas, implicaron pérdidas netas para ellas y su prole.

Es más por el lado de ellos y de las otras -normalmente detestadas por las esposas- que se aprecia “no vivir en uno de esos lugares del planeta en los que los tiempos no han cambiado”.

Podría ser simple coincidencia, pero no sorprende que en Colombia, el estado civil de las feministas sea un poco distinto del de las demás mujeres, con una menor representación de casadas y separadas dentro de las que luchan por sus derechos.

La misma Abbott reconoce que, a pesar de todos los avances, “las amantes de hoy por lo general se enamoran de hombres casados que no quieren divorciarse y regularizar su relación. La única opción que les queda, fuera de la ruptura, es aceptar una relación ilícita”. Esta era claramente la situación de la amante de Pablo, que no debió quedar tranquila en ese motel el día que los pillaron.

La confusión es inevitable si se tiene en cuenta que la misma Lina, beneficiaria de la legalización del divorcio para poder salir de su primer infierno y empezar de nuevo su vida, considera que, en su segundo turno, se convirtió en una víctima de los nuevos tiempos. Ella se atreve a sospechar que una legislación, pero sobre todo, unas normas sociales un poco menos permisivas con la infidelidad, hubieran sido suficientes para que esa tropa de lobatones siguiera funcionando tan aceitada como venía por varios años más.

Para Ana María, ha sido fácil sentirse favorecida por una legislación menos rígida. Pero piensa que bajo cualquier régimen legal o normativo, Pablo hubiera picoteado por todo lado. Para ella es claro que enfrentar un portero, contratar una detective y echar un reincidente de la casa constituye un significativo avance con respecto a la necesidad de aguantar una sucursal permanente. Es, en efecto, una clara muestra de empoderamiento de las mujeres.

Al hacer explícitas estas dudas de esposas afectadas por los cuernos no pretendo proponer nada, ni pedir cambios legislativos, ni motivar una tutela, ni sugerir soluciones, ni aventurar nuevas explicaciones. El propósito es más elemental. Trato simplemente de señalar que los problemas complejos, como indudablemente son todos los relacionados con la pareja y en particular las infidelidades, no se pueden abordar a la ligera con herramientas burdas y generalizaciones fáciles. La realidad es siempre más grisácea, sutil y evasiva que las caricaturas en blanco y negro que abundan en este ámbito. Tampoco parece prudente adoptar, como quien hace una lista de mercado importado y va chuleando lo que ya está en la canasta, una agenda de reformas progresista que supuestamente beneficia a todo el mundo.
Una triste ironía de estas historias es que el supuesto nuevo hombre no machista, el mismo que infructuosamente buscan las ideólogas como para clonarlo indefinidamente, y que encarnaba Darío, haya sido el que más estragos causó.

De las bambalinas de estas entrevistas, vale la pena rescatar una inquietud. Sus protagonistas femeninas no se sienten ni respaldadas, ni protegidas, ni vinculadas, ni representadas, ni siquiera levemente identificadas con el discurso feminista criollo que predomina actualmente en los medios. Siendo ambas mujeres muy berracas -educadas, profesionales, pensantes, leídas, viajadas, modernas, trabajadoras- no quieren ni oir hablar del asunto.

sábado, 9 de abril de 2011

Infidelidades reincidentes 1

Por Mauricio Rubio

La primera vez que pillaron a Pablo fue por casualidad. Era la época del Pico y Placa por horas y Ana María se encontró en el banco con su suegro a quien rara vez veía.“Ese hijo si está bien despistado. Hoy por la mañana, que no le tocaba, también pasó por la casa para cambiar de carro”. Con la pulga en la oreja, a los pocos días, ella se decidió a averiguar el por qué del cambiazo cotidiano de vehículos. Siguió a Pablo hasta la casa de los suegros, esperó que saliera el volkswagen y pudo constatar que la ruta no terminaba en el parqueadero del consultorio sino en un misterioso edificio en Cedritos.

Una o dossemanas más tarde, ante un retraso injustificado de Pablo, que no contestaba ni teléfono ni celular, por fin se armó de valor y se fue a buscarlo a Cedritos. Cuando el portero del edificio que casi no encuentra, sin quitar la tranca de madera dela puerta de vidrio –ese peculiar aporte colombiano a la seguridad domiciliaria-  le preguntó que a la orden, ella sacó de la cartera una foto de Pablo y, furiosa, le dio una instrucción terminante:  “dígale a este señor que salga inmediatamente, que la esposa está aquí abajo”. El portero no tuvo ánimo para el ritual de quien lo busca y por favor me recuerda el número del apartamento y se fue raudo al citófono. Como a lo squince minutos, todavía frente a la puerta peatonal, Ana María alcanzó a oir el inconfundible ruido de un volkswagen saliendo por el garaje.  No tuvo ánimo de volver a la casa ni de rumiar la piedra donde alguna amiga. Se tomó un café y cuando volvió encontró a Pablo fresco, echado frente al televisor. Como si nada, él se atrevió a preguntarle ¿y tú dónde andabas?

Ana María no salía de su asombro, que duró muchos días. Pablo, primero, simplemente negó los cargos para después pasar a la ofensiva. Empezó a charlar con los hijos -una universitaria y dos acabando bachillerato- la familia y los amigos sobre el extrañísimo comportamiento de Ana María. “Está paranoica. No se por qué se le metió en la cabeza que tengo otra vieja y ya no se qué hacer”. La labor fue tan eficaz que ni siquiera se alcanzaron a definir nítidamente los dos equipos que tradicionalmente se arman en estos casos, el no-se-deje y el ay-no-es-grave. Nadie se atrevía a opinar. Para los hijos la situación fue bien difícil, realmente no sabían a quien creerle. A las tres semanas, Ana María no aguantó. Se alquiló un pequeño estudio y se fue. La parte más aburrida del paseo era seguir viendo a Pablo todos los días, en el consultorio de endodoncia que comparten casi desde que se casaron.

Salvo una extraña sensación de vivir como en Marte, es poco lo que recuerda de esos cuatro meses en el exilio. La parte más dificil fueron los hijos, que se alcanzaron a dividir. El menor estaba furioso con ella por haberse ido. Nunca fue a visitarla. A los tres meses de separación, cual Morillo, Pablo empezó la reconquista. Sólo en privado, y sólo para que ella volviera, le admitió que era cierto lo del affaire. Se trataba de una paciente y el apartamento lo había alquilado con otro colega  y se lo turnaban. Una garçonière de tiempo compartido.

No del todo convencida y, como decían las tías, “haciendo de tripas corazón”, Ana María volvió a su casa para tratar de echarle tierra al asunto y seguir adelante. Dicha nunca hubo otra vez. Lo, digamos, soportable duró un par de años. Unas nuevas señales de alarma las prendió el hijo menor, precisamente el que no había aceptado la salida de casa de su mamá. “Mi papá hace muchas llamadas por celular, y en sitios raros, como en el baño”. El desespero volvió a cundir en Ana María, y el seguimiento cortico no dejó dudas. El teclado del Blackberry de Pablo funcionaba a tope. Obviamente, él volvió a negar cualquier desliz. Se limitó a decirle, displicente, “por favor, no empieces de nuevo con tus cuentos raros”.

No por casualidad, a raiz de su anterior y corta separación, Ana María había guardado un valioso teléfono. La recomendación de una detective “especialista en pruebas de adulterio” vino de una amiga. No dudó en llamarla. Le cobró tres millones de pesos, la mitad por adelantado y el saldo a la entrega de la prueba reina. A la semana y media la eficaz sabueso apareció. “Le tengo unas fotos nítidas, pero sólo de unos besos en el carro. ¿Le basta con eso, o quiere que siga?”. Siga, le respondió acertadamente Ana María. Con ese débil acervo probatorio, Pablo le hubiera dado tres vueltas. Pocos días después, otra llamada, esta vez urgente. “No alcancé a tomar la foto, pero acaban de entrar a un motel. ¿Por qué no viene? Yo la espero”. A pesar del tráfico, el desplazamiento duró menos que la sobrecama del polvo a escondidas de Pablo. Ana María pudo localizar el carro de él en el parqueadero aledaño. Recostada en la puerta izquierda le marcó al celular. “¿Dónde andas? … Yo estoy cerca del consultorio. ¿Por qué no almorzamos? … Bueno, te espero allá, reserva tú la mesa … Sí, en media hora está bien”.

Teniendo que recorrer un buen trecho en carro, Pablo no tardó en salir. Su cancha y cinismo fueron insuficientes para no palidecer al ver a Ana María escoltada por un extraño personaje armado con una cámara en ese lugar vecino al motel y tan alejado del sitio donde le habían puesto cita de almuerzo. Pablo nunca supo que la foto entrando a su romántica reincidencia con esa mujer “con el pelo largo, casi hasta la cintura, igualito al de la anterior” nunca fue tomada. Esta vez no quiso dar una lucha que tenía perdida y fue él quien tuvo que empacar e irse de la casa.