jueves, 31 de marzo de 2011

Al oído de Juliana

Por Mauricio Rubio

“Todas las semanas durante dos años, de lunes a viernes, yo recibía mi llamada durante la hora de almuerzo. Me encantaba, me sentía super bien. Me creó una cantidad de ilusiones y sueños que, yo sabía, no iban a ninguna parte”. Así resume Juliana el paciente flirteo con el que Ricardo, un ex novio casado, la sedujo. Su matrimonio con Fernando, dos décadas atrás, había sido justo después de que el primero la dejara por irse con una hippie que sí se lo dió.
Juliana tiene una profunda teoría para explicar su debilidad por la buena carreta. “Es como una casa vieja de dos pisos: lo que se hace en el de arriba se siente en el de abajo, con un efecto profundo. Todos los estímulos van directo al cerebro. Si los hombres supieran el poder que tienen las palabras, les darían más importancia”. Ella lo llama el botón de encendido automático. Aunque “los besitos ahí sean deliciosos”, el mágico botón no queda en la parte externa. Es más adentro, aclara, en el oído interno.

Ricardo supo llegar al auris interna, o laberinto, desde el primer telefonazo. “Después de todo lo que había pasado con él, era evidente que nunca volvería a haber nada. Una simple llamada, todo normal, generalidades, comparación de vidas, comentarios genéricos. Pero en el momento en que dijo “fui un estúpido, nunca debí hacer lo que hice y he debido quedarme contigo”, logró borrar lo que 20 años de rabia y malos recuerdos  habían dejado, tocó el botón de encendido automático y simplemente me derretí”. Tras cinco mil llamadas de calentamiento acumulado, el primer encuentro en el aeropuerto de Houston no podía ser sino un Chernobil. “Con  ilusión de quinceañera, me arreglo como para la primera cita con el hombre de mis sueños; me temblaban las piernas y todo lo que pueda temblar a sus alrededores. Me encuentro con él. Nos sentamos en un bar y no se qué pasó, renació todo, en fin, qué enredo. Esta vieja que se las da de fuerte y segura de si misma se volvió un ocho”.
Un encuentro con otro ex novio confirma la localización del encendido automático de Juliana. “Salimos a almorzar. Lo mismo, generalidades, recuerdos, etc. En algún momento de la conversación llegó el mesero, un gay coqueto y preguntó: "what do you want?" y él, que estaba sentado al otro lado de la mesa me cogió las manos y le dijo "I want her". El mesero gay movió la cabeza. "Oh, my God, this is so romantic". En fracción de segundos el mensaje llegó al oido interno, y yo me derretí. Si en ese momento me lo hubiera pedido, se lo habría dado sin dudarlo. Más tarde, cuando lo pidió con acciones y no con palabras dulces, pues ya no”. La clave parece simple: carretica, roces suaves, nada raro, cogida de manos, acariciada de pelo. “Nunca directo al grano porque ese sí es el botón de congelación”.

Es probable que Juliana no tenga buen olfato. Por esa vía hay caminos aún más primitivos para la seducción. Un pequeño nervio vecino al del olfato también ofrece vínculos privilegiados con las zonas del cerebro ligadas a las emociones. Por ese canal, recientemente descubierto, sin Pico y Placa, circulan las feromonas. Se trata de unas gruesas moléculas que llevan información sobre la situación ante los demás y, en particular, sobre la disponibilidad sexual. Si las hormonas ayudan a coordinar los órganos del cuerpo, las feronomas actuan sobre la interacción entre personas. Son como la cancillería, la división de asuntos exteriores de las emociones. En los animales se sabe que las feromonas son un verdadero Kaiser y controlan las relaciones hasta el más mínimo detalle. Definen rango social, territorio y estado civil. Manipulándolas se puede castrar químicamente a un hamster o hacer que un pez eyacule.

En los seres humanos, hasta ahora se empieza a entender cómo y dónde es que se entrometen. Fueron descubiertas por una psicóloga que investigaba la coordinación del ciclo menstrual entre mujeres que viven juntas. El androstenol, un componente químico del sudor masculino parece estimular el deseo en las mujeres. Las copulinas, unas hormonas vaginales, aumentan la concentración de testosterona y se sabe que durante el período de máxima fecundidad es mayor su secreción. Eso ayudaría a explicar un misterio del mundo nocturno: las mujeres que hacen strip-tease reciben más propinas cuando están ovulando que durante los otros días.
La bióloga Winifred Cutler le está sacando provecho a su esceptisismo con el cuento de que no se nace mujer. Fabrica dos perfumes con feromonas, Athen 10:13 para ellas y 10X para ellos, con aroma de sudor. Ella pregona que aumentan el éxito sexual.  Se piensa que una de las secuelas indirectas de la vinculación de las mujeres al mercado laboral, la pubertad más temprana de las jóvenes, se podría explicar por un ambiente hogareño con mayor proporción de feromonas masculinas.

A diferencia de las moléculas odorantes, pequeñas y volátiles, la transmisión de las feromonas, más pesadas, no se hace tanto por el olfato. Se sospecha que un eficaz mecanismo transmisor es el beso con labios, lengua y narices involucrados. Para el romance, las feronomas jugarían el papel del burócrata que expide pasaportes. Serían como el responsable de la prueba de admisión, un examen de química inapelable -se pasa o no se pasa- cuyo escenario privilegiado, mas no exclusivo, parece ser el beso. Las experiencias de Juliana con su par de ex novios sugieren que ese valioso documento feronómico no caduca. Queda claro también que el botón de encendido automático del deseo femenino no está situado en la frontera del exclusivo territorio al que acceden quienes ya tienen su pasaporte. Ahí simplemente empieza la jornada.
 A partir del puesto de aduana, para la que puede ser una larga travesía, es el verbo el que toma las riendas. Echarse un carretazo para pedirlo exitosamente es algo más sofisticado que un vulgar piropo. Las intuiciones iniciales de lo que se está aprendiendo sobre el papel esencial del lenguaje y sobre cómo desplazó a las feromonas en el flirteo, las tuvo el viejito Charles Darwin, injusta y torpemente marginado. La vida no es sólo trabajar y huir de los enemigos para sobrevivir. También es vital echarse unos polvitos y dejar descendencia. Para eso -nada que hacer sentenció don Charles- hay un forcejeo. Ellos tienden a pedirlo siempre, a cualquiera y a la carrera. Ellas que como así, que usted quien es, que donde vive, que qué hace, que muestre el pasaporte, que deme una garantía. Incluso con todo el papeleo en regla, que no sea tan apurado, que mejor hoy no, que tenga paciencia, que no empiece tocando duro, que mejor charladito. Como Juliana, feliz con su arrocito en bajo por teléfono por más de veinte lunas llenas.

De los evolucionistas, uno de los que ha ido más lejos para rescatar la idea de la selección sexual de Darwin es Geoffrey Miller. Ha llegado a sugerir que el tamaño del cerebro, el gran goloso de energía, es redundante para la casi totalidad de tareas humanas. Si se tratara simplemente de sobrevivir, un cerebro de primate bastaría. En la selva, la oficina,  el carro, Transmilenio o la fábrica. Las feromonas estarían a cargo de la división del romance. Las mujeres harían pública su disponibilidad, vendrían sin mucho trámite unos polvitos instintivamente programados, y a comer bananos. La complejidad cerebral humana, dice Miller, sólo puede explicarse si se acepta que su principal papel es mediar en ese forcejeo que antecede al polvo. Para comunicarse con los del grupo e ir de cacería o defenderse de los enemigos, bastan un par de vocablos, como se puede constatar en cualquier escena de guerra. El lenguaje sofisticado se requiere es para seducir. Es un requisito del flirteo en el homo sapiens. Ellas para escoger bien a quien se lo dan. Ellos para convencerlas, endulzándoles el oído, de que “soy el hombre de tu vida”. Tan monumentales desafíos, como le consta a cualquier adolescente, no se logran con tres monosílabos. Como Ricardo, “necesitamos nuestro mejor lenguaje para ganarnos una amante”.

Así, entre flirteo y contrapunteo, dice Miller, fuimos evolucionando. Lo demás son arandelas. Para el que aprendió a echar un buen carretazo, y la que aprendió a no tragarlo entero, detalles como fabricar herramientas, inventar armas, construir catedrales o centrales nucleares que se derritan, son casi un bolero. El lenguaje es excesivo y demasiado barroco con relación a la simpleza de la comunicación que se requiere para cualquier oficio o actividad humana. La oratoria fue también la base de la política. No sorprende que a los que la han ejercido nunca les faltaron mujeres. El poder ¿para qué?

En el principio era el verbo. Esa máxima se aclara bastante con el rollo de Miller. Como el poder, la poesía ¿para qué? Se le puede creer a Fernando Vallejo cuando afirma que ese arte lo volvió redundante la escritura: era un simple truco para memorizar historias. Pero esa anotación evade la pregunta básica ¿para qué sirve? Miller lo tiene claro, la poesía sirve para seducir. El perfil que hace Andrés Hoyos del poeta chileno Gonzalo Rojas a raíz de su fallecimiento es contundente. "La vertiente más potente de su poesía la dedicó a las mujeres. Bajo de estatura, con gafas y calzonarias, nadie confundió nunca a Gonzalo con un hombre apuesto, lo que no obstó para que tuviera en la materia un éxito arrollador. Uno lo imagina, ya viudo, valiéndose de su bella voz de bajo-barítono para deslumbrarlas y llevarlas sonriendo al desnucadero de su cama china con espejos"

Un papel similar juegan los cuentos, el teatro, la ópera, las novelas, los conciertos, las coplas, las conferencias, los chistes, la retórica, los discursos, los consejos, los recuerdos, las clases magistrales y, como le consta a Juliana, las  charlas telefónicas infinitas. Para eso también sirven las artes visuales, pero el público es más reducido. A millones de adolescentes, con hormonas a tope, los verdaderos ídolos, y los cosquilleos previos, les entran es por el oído. María Alejandra, una adolescente amiga de mi esposa lo confirma: "si no es churro, pero tiene parla levanta sin problemas".

La verborrea seductora es condición necesaria, pero está lejos de ser suficiente para seducir. Hay que pasar previamente el examen de química. Si no, se corre el riesgo de quedarse en ligas menores. Así le ocurre a Felipe, un estudiante universitario bogotano de 22 años que no ha coronado, no porque no haya querido sino porque no ha podido. Las compañeras sólo lo ven como el amigo, a veces como el hermanito. No aparecen las feromonas que lo aprueben, y su timidez esconde las propias.

Una de las historias que mejor ilustra la primacía de las palabras para el romance es Cyranno de Bergerac, el noble soldado francés que, acomplejado por su enorme nariz, debió contentarse con ser el testaferro del Vizconde de Valbert para conquistar a punta de alejandrinos a la bella Roxana. Unos siglos antes, los caballeros jóvenes mostraban una paciencia platónica similar ante sus amadas, en una tradición promovida por Eleonor de Aquitania, el amour courtois.  El enamorado, devoto, fiel y al servicio de su dama, dependía por completo de ella, que podía fingir indiferencia ante las expresiones verbales de amor que se amplificaban y aumentaban el deseo varonil.
Por desgracia, el verbo es un recurso que se agota. Como lo comprobó Juliana muchos años antes con su esposo, la costosa y encantadora verborrea es algo que se ofrece con infinita generosidad sólo durante la seducción. Al darlo, con solo darlo, el oído interno, su cerebro aliado y el codiciado trofeo pierden el grueso de su poder de negociación. Los juristas lo tienen claro. Prometer para meter. Y una vez metido, el sofisticado poeta se devuelve varios eslabones en la cadena de la evolución. Se instala cómodamente en un mundo tacaño en frases dulces y rico en monosílabos y gruñidos. Como los astros del fútbol, o los primates. O se va con su música a otra parte. Juliana se resiste a creer que pudo ser eso lo que le pasó a Ricardo, que le cogió confiancita y se fue a rentabilizar con novedad sus  aptitudes verbales.

Un paréntesis final. Los dos años de llamadas, el enamoramiento de Roxana con las cartas de Cyrano, las historias de trobadores del amour courtois no aguantarían el cambio hombre por mujer para darles perspectiva de género. Sería difícil encontrar una mujer dispuesta a echarle carreta a un hombre pacientemente y por muchos meses, sólo para que ella se lo de. Sus herramientas  de seducción son otras, menos verbales y más visuales. Así lo sugieren la industria de los cosméticos y la pornografía, que de hecho es muda y para hombres. Para ellas, pedirlo directamente funciona. Juliana lo sabe. Tiene una lista de eventuales tinieblos vistos, pero no le da la gana. Ella quiere es que le lleguen a su laberinto. Para un hombre, un extenso tratado de una mujer demostrándole por qué deben tirar es el ejercicio redundante por antonomasia. Es raro el cuento de un hombre que exija largos trámites previos. Como historias políticamente balanceadas Ricarda seduciendo a Juliano, o Cyrana mandándole cartas a Roxano, todo para lograr un polvo, son aún más inverosímiles que Rosario Tijeras, la mujer sicaria.

Referencias

martes, 29 de marzo de 2011

Infidelidades duraderas

Como si hubiera recibido un visto bueno de Helen Fisher, Juliana, casada con caleño, con tres hijos universitarios, mantuvo por varios años un affaire con Ricardo, un ex novio arquitecto bogotano. Radicada en Houston desde los noventa, la logística del romance la facilitó la iniciación de un proyecto de construcción cerca de allí. Ricardo vive en los suburbios de Boston. Está casado con Margarita, una hippie que la edad tornó histérica y dominante. Bastante mayor que él, cuando lo conoció en Bogotá ya se había deshecho de la incómoda telita y además contaba con un valioso papel, la visa USA. Ricardo, algo mujeriego, ni corto ni perezoso  se fue a viajar con ella en auto stop por Canadá. Dejó plantada a Juliana y jamás volvió a acercarse al pasaje de la sesenta en Chapinero.

La posibilidad de flirtear otra vez con su ex novia cayó por casualidad, al recordar la patria con unos amigos mutuos. Apuntó el precioso número telefónico, empezó a cranear la reconquista y, piensa uno, la venganza del novio a quien no se lo dieron.  En su oficina movió los hilos necesarios para que lo vincularan al proyecto que se iniciaría en Houston y, muy aplicado, empezó a seducir telefónicamente a Juliana. Endulzar ese oído le tomó muchos meses.

Luego de un par de citas rápidas en el aeropuerto, se empezaron a ver en un hotel dos o tres días al mes, mientras duró la obra. Al final, ninguno de los dos tuvo el berrinche suficiente para irse de casa y pedirle al otro que continuaran juntos esos viajes a la estratosfera.  Juliana asegura que Fernando, su marido, nunca se enteró de nada. Y no está dispuesta a oir ningún argumento a favor de contarle.  Se niega a aceptar que el incidente en el que, en un asado, Fernando empujó a la piscina a un señor que la estaba mirando insistentemente tenga algo que ver con un arranque de celos acumulados.  No quiere separarse, qué camello lo de los hijos, el Thanksgiving y las navidades, pero guarda maravillosos recuerdos de ese romance. Ocasionalmente, comparte inquietudes con Aleida. “Una vez sentí que estaba haciendo con Fernando algo que era de Ricardo y mío nada más. Que no lo podía compartir y en cierta medida me sentía que le estaba siendo infiel”.

Por la misma razón, una obra lejos del sitio de residencia, en un escenario menos húmedo que Houston, el maestro Becerra bajó todos los lunes durante cuatro años a Machetá, en el Valle de Tenza, para trabajar como albañil, carpintero y pintor en la construcción de una finca hecha con materiales de demolición. Le colaboraban tan sólo dos ayudantes de la vereda. Volvía a Bogotá los viernes por la noche, y durante la semana tenía un arreglo de hospedaje con alimentación en la casa de César, uno de los futuros oficiales. Ruby, la esposa de César, era quien hacía las arepas, el caldo y el café por la mañana. A la vieja usanza bogotana, llegaba al mediodía a la obra con el almuerzo en portacomidas para el maestro y los dos ayudantes. Como pasa con la sociedad conyugal, nadie supo de la existencia del romance de Ruby con el foráneo hasta su liquidación. Victoria, la esposa de Becerra, lo cortó estrepitosamente bajando de sorpresa a Machetá, enfrentando a su rival y consiguiéndole otro alojamiento a su marido. Como si nada, Becerra siguió trabajando por un par de años con César. Ruby no volvió por la obra.
Guillermo fue el segundo novio de Sonia, pues el primero viajó a Francia a hacer un doctorado y por allá se quedó más de una década. Alumno del cerebro fugado, le había arrastrado el ala a Sonia camuflado de amigo por dos años largos. Cuando quedó claro que ningún programa de retorno de profesionales, ni ninguna visita a Lyon, serviría para concretar al emigrante, subieron las acciones de Guillermo y fue ascendido a novio oficial. Se casaron pronto y aunque casi no llega el varoncito, completaron su trío. Administrador de empresas consagrado, con dos especializaciones, profesor de cátedra, trabajador, Guillermo siempre tuvo buenos puestos, sin llegar al nivel de ejecutivo estrella. Montó además, con un compañero de universidad, un negocio de comida que sobrevivió varias crisis. Discreto, introvertido, callado, casi huraño, nadie que hablara con él hubiera podido afirmar que era una persona excesivamente ambiciosa. Sus balances financieros, sin embargo, sugerían lo contrario. A pesar de sus buenos ingresos y de sus pocos caprichos, vivía siempre endeudado. Los créditos que pedía eran casi siempre para cancelar intereses de obligaciones anteriores.

Sonia vivía sin saber cuales serían las culebras de cada fin de mes. Esa permanente angustia tal vez explica por qué nunca sospechó nada. Y es que ni siquiera Guillermo lo vio venir. Como los intereses a lo largo de su vida, una hábil y paciente prestamista lo devoraría poco a poco. En retrospectiva, atando cabo sueltos –un extraño carro de la empresa, picos de trabajo inusuales, cambio de puesto repentino, colillas de tiquete de avión de una pasajera- Sonia se da cuenta de que el affaire duró varios años. Sólo en el momento de la separación de bienes ella se enteró de que la amante de su marido era también su principal acreedora.  

Las tres historias anteriores ilustran lo arriesgada que sería cualquier conclusión general en el terreno de los cuernos. Tal vez lo único que comparten es que los acontecimientos se precipitaron por factores ajenos a los enamorados clandestinos. Finalizó la obra cerca de Juliana, Victoria llamó al orden a Becerra y Sonia echó de la casa a Guillermo.
En materia de cuernos en Colombia, con autoridad intelectual confusa, parece haberse impuesto la idea de que no vale la pena profundizar, ni hacerse preguntas, ni analizar opciones y estrategias para los siempre complejos casos concretos. El discurso más machacado sobre el matrimonio es tan burdo como inservible. Hay un versión dramática del escenario, que parecería ser un aporte de Celia Cruz.

"El duerme la mañana y tu trabajas 
Y luego por la noche se te escapa 
Te exige que tu le laves
 Que lo vistas y lo calces
Y si acaso tu protestas 
Se indigna y quiere pegarte". 

En tal caso, azúcar!, la solución es obvia, y también la canta  Celia.

"Que le den candela
Que le den castigo
Que lo cuelguen de una cometa
Y que luego corten el hilo". 

Desde la orilla opuesta, flotan frases tipo Zsa Zsa Gabor: “la infidelidad es chévere”, “ningún hombre vale la pena”, “la separación te libera”. Pero para la mujeres corrientes, como Juliana, Victoria o Sonia, y tantas otras de carne y hueso -no de revista, canción de salsa o informe de ONG- el debate es bien precario. Y cuando el marido que aún quieren se va con otra, se quedan solas y despistadas, asesoradas si acaso por algún clérigo. Íngrimas enfrentan el duro dilema de si vale la pena luchar para salvar una relación con hijos o dejarla hundir. Ni siquiera cuentan con unos datos para saber lo que hicieron otras compatriotas en su situación. Eso sí, se enteran que en Inglaterra el tedio es más pertinente que la infidelidad en los divorcios.

Suena paradójico, pero de estas tres mujeres, la que sigue más despistada sobre la decisión que tomó es la supuestamente más audaz y emancipada. Hasta cuando murió Becerra, Victoria estuvo segura de que hizo lo que tocaba, salvar su matrimonio. Sonia, por su lado, con enormes costos, no se arrepiente ni un minuto de haber reiniciado la vida a su manera. Juliana siente que no había caso pero, ocasionalmente, la atormenta la duda de haber dejado pasar el tren hacia Nirvana. Da curiosidad saber qué les hubieran recomendado a estas mujeres reales esas otras que tienen todo tan claro y saben tanto sobre todas.

sábado, 26 de marzo de 2011

Una desconocida me lo dio

Por Mauricio Rubio

Arturo, cincuenta y tantos, ingeniero contratista y seductor canchero relata su aventura. “Lugar: Cartagena, restaurante turistico. Celebración de una licitación aprobada. No hay trago. La gente conversa. Me cae una vieja de unos 45 años. Yo rondaba los 40. Me acosa sutilmente. Yo no tengo mayores intenciones pues estoy cansado del trajín y además ella esta fuera del target que suelo atacar. Hay baile y luego la gente se va organizando. Las parejas se van perdiendo. En medio de la conversación no me doy cuenta de que me quedo solo con la vieja que resulta ser de la alta sociedad, profesional, y exitosa en los negocios. Me invita a un trago a su casa. Yo le digo que estoy mamado pero ella insiste con el anzuelo de que necesita discutir cómo es que se va a hacer la obra. Me lleva a su casa y me da buen licor mientras prepara unos pasabocas. Comienza luego una sesion de masajes para relajarme. Me despierto al otro día en la cama de ella, correteando para vestirme porque vienen los hijos y no pueden pillársela. Algo de dolor de cabeza, algo de hambre, algo de olor a sexo impregnado por todas partes y algo de sentimiento de culpabilidad por no haber ido detrás de la sardina que había trabajado durante la última semana”.

El mismo Arturo cuenta otra historia más fugaz. “Cruzada de miradas en medio de las estanterías de la libreria Nacional de Unicentro. Rondas calculadas a lo largo de minutos que pasan sin afán alguno. De pronto ella se acerca y pregunta por un libro. Yo la miro. Me he dado cuenta de que esta buscando llamar mi atención y conversar. Finalmente sonrío aceptando reconocer que ella busca hablarme. Se acerca y plantea una conversación que no tiene nada que ver con libros pero bien calculada para averiguar sobre mi vida, mujer, hijos etc. Yo voy respondiendo con monosílabos, complacido de sentir cómo avanza la cacería de esta mujer que ronda los 35 mientras yo voy por los 50. Me pregunto hasta dónde seré capaz de seguirle el juego. Salimos del lugar como si implícitamente hubiésemos acordado cita previa. Caminanos por los corredores, muy pegados pero sin abrazarnos. Eso si, sintiéndonos y aprovechando cualquier vitrina para detenernos y frotarnos. La situación me divierte y alcanzo a pensar en buscar un lugar para llevarla pero a la vez me parece un camello la hora para ir a motelear. Finalmente entramos a un almacén de ropa de mujer y ella comienza a probarse una que otra prenda. Todas las pruebas son bajo mi supervisión solicitada insistentemente por ella. Se mete a una cabina de ensayo y pide mi aprobación. Así varias prendas, hasta que finalmente me arrastra al interior y ahí, sin que yo proteste o quiera negarme, me regala una espectacular felación. Terminado este ajetreo, muy rápido, parece sentirse avergonzada.  En medio de unas ridículas excusas, se despide  con cierto grado de cariño que se siente forzado y  se pierde por el parqueadero mientras yo busco dónde tomarme un café para esperar que se me pase un poco la vergüenza de sentirme atrapado por los ojos de todos los que estan ahí, como si hubiesen asistido en primera fila al mejor espectáculo del mundo”.

Para explicar el por qué de esos avances femeninos, Arturo no se complica. “La de Cartagena lo hizo porque, separada, sentía que se estaba quedando. Esa tarde había mujeres más jovenes y de cierta manera quería entrar a competir. Pero, sobre todo, estaba arrecha”. La otra, "yo creo que lo hizo de aventurera, retadora y arrecha. Inherente a su juventud, estaba llevando al plano real alguna fantasía”.

El affaire de la heroica tuvo réplicas. “Vino a Bogota y me buscó. Tiramos un par de veces más y como buena costeña se fue poniendo intensa. Mandona, regañona, posesiva.  Casi no me la quito de encima. La terminé llamando Lucy-fer”. “La vieja de la libreria me la topé al cabo de varios años, bastante acabada y con una niña como de tres. Nos reconocimos en una rumba bohemia y apenas me identificó me rehuyó toda la noche. Parecía atemorizada de que le fuera a montar alguna perseguidora sexual e intuyó que por ahí en la misma rumba andaba la pareja". 

En retrospectiva, Arturo acepta que después de esos encuentros en que fue comido, hubo algo de arrepentimiento y preocupación por la parte sanitaria. “Me bañé tratando de quitarme cierto tufillo que me produjo el asunto. Hubo una especie de guayabo moral que duró un par de dias”.

Le pedí a Arturo que me contara una aventura con desconocida liderada por él.  No quisiera, le dije, transmitir la impresión de que cuando las mujeres deciden dárselo a extraños, mantienen férreamente el control. Él tiende a estar de acuerdo con esa conjetura. “Las viejas son más determinadas cuando salen de cacería, porque es una decisión tomada. Y no dependen de que se les pare o no”. De todas maneras, si había un flirteo anónimo iniciado por él, por allá en los años ochenta.

“Vuelo comercial. En la silla de al lado una mujer como de 22 años. Se muestra algo inquieta y comienza a contarme que se encuentra con su novio en Los Angeles porque se van a casar. Entiendo que ella está insegura de dar ese paso y que de pronto tiene muchas cosas por vivir aún. Asi que decido lanzar el anzuelo. Con un excelente carretazo de corte motivacional de autosuperación, hace toda una homilía sobre aprovechar hasta el último momento de lo que le ofrece la vida. Ya para la maniobra de aterrizaje, la joven está convencida y emocionada de entregarle la virginidad a alguien distinto de su prometido, entre otras para equilibrar las cargas, por eso de la igualdad. No le cabe la menor duda de que su futuro es un experimentado amante. Asi, pasamos juntos la aduana y nos metimos en el primer motel al lado del aeropuerto. Siempre recordaré la dificultad de manejar aquel cuerpo en llamas. El ardor que la consumia no permitia un buen desempeño en aras de lograr una delicada y memorable desflorada. Pero lo que más gozo recordando es que de virgen pocón pocón tenía aquella muchachita arrecha que se habia dejado seducir a 25 mil pies de altura”.

El material que Arturo ofrece es tan escaso que, en el colmo del descaro, lo invité a recordar si, entre sus amigas, tenía alguna que le hubiera contado algún episodio de sexo furtivo con un desconocido. Por fortuna en ese disco hay megas con, valga el cliché, “adecuada perspectiva de género”. Se trata de una amiga, que trabaja en turismo como guía bilingüe. El relato, como el polvo, surgió espontáneamente por iniciativa de ella, mientras tomaban un café.
-       Oiga, se acuerda de lo que me dijo que soy una sicorrígida? Pues le cuento que ayer tenía que llevar un turista a Guatavita. Lo recogí en el hotel y en la mitad de la carretera, paré el carro, bajamos, lo metí al pastizal y me lo comí … No se haga el aterrado. Lo que pasa es que yo no le cuento todo lo que usted quiere que le cuente porque usted es un depravado y solo piensa en eso.
-       Entonces por qué lo hizo? para demostrar que no es sicorrigida?
-       No sea bobo. Porque me dio la gana comérmelo. Porque estaba arrecha. Fue después de almuerzo. Y a mi después de almorzar me entra una rechera tenaz. Estaba el tipo y ya. Y mejor asi, sin conocerlo  ni nada. Así no hay que fingir nada de nada y listo.
-       Y su marido?
-       Pero usted sí que es ingenuo. Mi marido es mi marido y tiene lo que tiene. Además yo no vivo pensando en lo que haga él o no. Eso es cosa de él . Mi vida es mi vida.
-       Y el man? el turista?
-       Pues feliz, qué man no se va a sentir así de que una vieja le eche un polvito sin joderlo”.

¿Por qué -si basta con pedirlo en cualquier centro comercial, en cualquier restaurante, en cualquier avión, en cualquier potrero- sigue siendo tan poco común que las mujeres lo hagan con desconocidos? Esta inquietud tan simple pero aún sin respuesta es para mí de vieja data. Recuerdo el lamento de un amigo en una de esas noches de viernes angustiosas y desérticas del final del bachillerato. “Realmente no entiendo por qué las viejas no lo dan fácil, y a cualquiera. Es más, si yo fuera vieja, sería puta. Imagínese la dicha. Tirar a toda hora y que, encima, a uno le paguen”. 

¿Habrá que creerle a quienes hablan de la mujer instintivamente más recatada y selectiva que los depravados machos que sólo piensan en eso?  Se entiende bien que los cambios en la legislación o la cultura han reducido la pasividad y la cautela de las mujeres. Y lo pueden seguir haciendo, hay mucho margen. Todos apreciaríamos, por ejemplo, que en España se prohibiese por real decreto el nombre Inmaculada, que se camufla a veces con un Inma y no debe confundirse con Inmamable. Seguro que el apelativo afecta la líbido de quienes lo sufren desde la pila. 

Sobre la brecha entre hombres y mujeres en la incidencia del sexo con desconocidos  (32% contra 9%), el experimentado Arturo opina que “yo creo que las viejas no son tan honestas con el tema. Si 32 de cada cien tipos aseveran eso, ¿de donde sacan esas 32  viejas?”. Una respuesta tentativa sería que esas 9 que lo hacen son reincidentes y se comen, ellas solas, esos 32 extraños. O sea que una cazadora, con escasa competencia, obtiene más de tres presas. Sería absurdo suponer que la ejecutiva cartagenera o la chica del vestier o la guía turística se contentaron con la faena relatada. 

Una reflexión final de Arturo tiene poco que ver con los polvos anónimos. Aborda el tema del sexo con re-conocidos, que merece capítulo especial. “Lo que me aterra es la facilidad con que las viejas tiran con ex-novios, especialmente después de los 45. No tengo estadísticas pero sí una larga coleccion de confesiones”. 

miércoles, 23 de marzo de 2011

Infidelidades fugaces


Su matrimonio con Catalina ya andaba mal, según Camilo, cuando apareció Adriana. Era una abogada sin tesis, despampanante, que entró como asistente al despacho donde él trabajó un par de años. En ese lugar, todo atentaba contra el  propósito de no meterse en enredos. El decano de los socios era un don Juan de talla nacional. Cual pandilleros con corbata, mucha reunión terminaba con sesión de chistes verdes y machistas, o con pseudo jurado de pasarela o, en un par de ocasiones, con recuento de hazañas extra conyugales.

Nelly, la secretaría de Camilo, la más organizada y expedita que ha tenido en su vida, era además incómodamente servicial. Con ese tono paisshita que lo ponía nervioso, alguna vez le alcanzó a susurrar. “Vea doctór, yo, aquí, eshtoy esh para atendérlo”. Por fortuna, ella mantenía activo un romance con el antiguo jefe. Así, los tintos sin azúcar pero con mucha dulzura no pasaron a mayores. Fuera de un mensajero compartido, en esa división trabajaban sólo mujeres, cinco en total. Encima de todo, una de ellas, Leonor, era tan poco agraciada, tan insoportable y tan agria que lograba cotidianamente resaltar la juventud, la frescura y la belleza de Adriana.

Por Nelly, Camilo se había enterado de que Adriana acababa de cortar con un novio de varios años. Aunque nada del otro mundo, si hubo, él lo concede, amagos de flirteo de lado y lado, con sendas herramientas. Adriana, emprendiendo “uy claro!, esto me fascina” todas las tareas, riéndose de cualquier apunte y haciendo evidentes las distancias tanto con Leonor como con Nelly. Él, evitándole trabajo aburrido, calibrando el sentido del humor para dirigir mejor sus chistes y haciéndose el despistado para dar juego.


Una tarde de lunes, Camilo estaba saliendo en su carro del parqueadero y Adriana estaba esperando taxi justo al frente. Él nunca supo si ese encuentro fue coincidencial o premeditado. Le pareció apenas lógico preguntarle si la acercaba. Ella sin dudarlo se subió al Mazda y no habló mucho en el camino. Antes de llegar a la casa le propuso que se tomaran un café. Camilo no le vio mayor inconveniente. Con el capuchino al frente, el coqueteo sí fue frontal. Piropo va y viene, roce de manos, carcajadas. A la salida, al subirse al carro, el gesto galante de abrir la puerta derecha dio pie para que, sin saber cómo, acabaran besándose.

Camilo recuerda que quedó totalmente fuera de base. No sabía si sentirse mal o agradecer ese ciclón de aire fresco. Llevó a Adriana a la casa y se fue para el apartamento. Catalina aún no había llegado, pero para él fue claro que, con el cosquilleo sin extinguirse, el incidente era inocultable. Cuando ella entró, ante el cotidiano “hooola!”, Camilo puso cara de acontecimiento. “Me acabo de besar con otra vieja, creo que tenemos que hablar”. Fue la primera vez que Catalina tomó en serio lo de la crisis en su matrimonio. Y fue en ese momento que empezaron las conversaciones que llevarían a la separación. El romance con Adriana fraguó en medio de papeleos, sociedades conyugales y terapista, pero no sobrevivió un corto intento de reconciliación con Catalina.

Joaquín fue uno de los jefes de Camilo en su paso por la burocracia estatal. “Era un horario de trabajo demencial. Se la pasaba todo el día en reuniones, comités, en el Congreso y en cosas protocolarias. El tipo llegaba a la oficina para empezar a trabajar a las seis de la tarde. La trasnochada era día de por medio”. En algunas oportunidades, cuando el documento “urgente para mañana a las nueve” era corto, al terminarlo Joaquín sacaba una botella de whisky y empezaban a jugar Scrabble o Diplomacy. Los contertulios eran  siempre los mismos, cinco o seis hombres, todos casados, ninguna mujer. En  las respectivas casas, Aracely la secretaria de Joaquín ya había avisado que el doctor llegaría tarde otra vez. Es probable que algunas de las esposas sospecharan que las demoras se debían a juegos más picantes, como mínimo un strip-poker. Camilo ríe al recordar que “nada más zanahorio que esas trasnochadas de Diplomacy en las que Joaquín casi siempre nos muendeaba”. 



Fuera de esos simulacros pueriles de trastienda de casino, Camilo compartió casi dos años de almuerzos, reuniones, un par de viajes cortos y largas charlas sobre casi cualquier tema con Joaquín. Nunca, asegura, se sintió ante el típico macho que aprovecha su posición dominante para conquistar. Siendo además bien plantado, jamás se le oyó un chiste pesado o una mirada coqueta a ninguna de las muchas mujeres que trabajaban bajo su mando en esa dependencia gubernamental. A uno de sus amigos de juventud, colega en la política, con cuatro matrimonios, le tenía el apodo Zsa Zsa Gabor. Benavides, el chofer de Joaquín, no tenía registrada ni una sóla dirección sospechosa. Tal vez por eso Aracely, que supervisaba los recorridos de ese carro oficial tan desperdiciado para el flirteo, ponía su mano en el fuego por Joaquín, llamaba con toda confianza a la esposa varias veces al día y ponía cara de drama cuando se agitaba el sonajero ministerial. Absolutamente nada que ver con el ambiente del despacho en donde conoció a Adriana, asevera Camilo.

Muchos años más tarde, en el turno de Diplomacy más arriesgado de su vida, Joaquín le dejó un corto mensaje a su esposa de más de treinta años. “Sabes que siempre fui apostador. Este juego se acabó”. Y se fue con una joven costeña. La cuñada de Joaquín, que lo conoce desde los diez años, aún no sale de su estupor. Todavía no le cuadra el personaje con el novelón.

Juan Carlos y Paula se conocieron empezando la universidad. Ella, de familia rica, vivía en el exterior y venía todas las vacaciones. No era muy atractiva, más bien callada, amable, introvertida y cero coqueta. Algo desarreglada, opinaban algunas. A pesar de todos sus esfuerzos por ocultarlo era obvio su desfase cultural. Había que explicarle muchos chistes. Tenía incluso un deje de acento gringo por su high school. El noviazgo a distancia funcionó años y Juan Carlos lo manejó sin ningún desliz, a pesar de que los planes de rumba los viernes se hacían con frecuencia en su casa. Unas veces él salía sólo con varias parejas y otras se quedaba viendo TV. Apenas se graduó, se vinculó laboralmente con la familia política. Sin ser un tipo brillante, era muy trabajador. Vivieron varios años en Bogotá y era él quien se levantaba a hacerles el desayuno a los hijos y llevarlos al colegio. Con el desorden del Caguán decidieron emigrar. Estuvieron un tiempo en Canadá, pero al poco tiempo se trasladaron a un sitio con mejor clima. El sueño de cualquier pareja de esa edad, construir una gran casa suburbana a la medida de sus caprichos, con jardín y piscina, con el respaldo de una buena chequera, terminó siendo la pesadilla de Juan Carlos. Sin saber a qué horas, Paula se enamoró del contractor, despachó a su esposo y empezó una nueva vida. Quienes la han visto después opinan que se ve radiante.

domingo, 20 de marzo de 2011

Hacerlo con desconocidos


Entre las amigas de mi generación no encontré ninguna. De ahí para abajo, no hubo suficiente confianza para hablar del tema. El hecho lamentable es que no conozco una mujer real que haya tirado con desconocidos y me hable de su experiencia. Algunas casi se ofendieron con la pregunta.

Las mujeres de mi agenda son levemente más mojigatas que las colombianas, un 9% de las cuales reportan haber hecho el amor con alguien que acaban de conocer. Para los hombres, la cifra es del 32%. De ese porcentaje no se sabe cuanto corresponde a prepagos, masajistas y similares, o a encuentros homosexuales. Pero no hay duda que los varones se muestran más inclinados por tales aventuras. El desbalance en los porcentajes sugiere que las que lo hacen con extraños reinciden más que ellos.

La encuesta de donde salen estas cifras no da pistas sobre el perfil de esas mujeres. En las biografías de mafiosos, es común la referencia a las jóvenes que se les ofrecían, dizque impulsadas por “mamás rebacanas”. En la Catedral de Escobar las visitas conyugales fueron cosa cotidiana y siempre renovada. Se habla que “varias presentadoras y actrices llegaron a complacer a Rasguño y sus amigos”. Aún para la mitad de la mitad nadie se come el cuento que ahí no había plata de por medio. Entre las Muñecas del Cartel el polvo más expedito, de Rasguño, fue una cita a ciegas concertada en un minuto. “A los pocos días el romance se consumó”. Don Hernando tuvo tiempo para un corto flirteo.

Tirar con extraños es una de esas conductas que, en casi todos los lugares y en casi todas las épocas, muestran un terco patrón: ellos lo hacen más que ellas. La preponderancia masculina es tal que el sexo anónimo o cottaging de los ingleses -en alusión a los baños públicos en donde ocurre con más frecuencia- es parte de la jerga gay.

Esa parece ser la norma, sobre la cual algunos tienen su teoría. Antes de exponerla es útil detenerse en lo interesante, lo poco común, o sea las mujeres que han tirado con desconocidos. Hay que evitar la trampa de referirse a las que lo dan por negocio, o a las que fueron forzadas. Esos son capítulos aparte.


La pequeña Edith Piaf, que en sus orígenes miserables en las calles de París no calificó para prostituta, fue una agresiva, dominante y promiscua devoradora de hombres. “Soy fea, no soy Venus, tengo el busto caído y un deplorable derrière. Aún así, me puedo levantar hombres”. Desde los quince años tomó pleno control de su vida sexual. No era raro que tuviese tres amantes a la vez. Una vecina conocedora del mercado, por su oficio de madame, decía que cuando Edith le ponía el ojo a cualquier joven apuesto, no había escapatoria. La heterosexualidad de la Piaf ha sido puesto en duda. Es famosa una supuesta escena en la que Marlene Dietrich le murmura: “tu voz es el alma de París”.

George Sand, promiscua desde joven, entrada en años tuvo la audacia de afirmar que “las mujeres viejas somos más amadas que las jóvenes”. Sin ser bella, se sirvió de una mezcla de genialidad y “autoridad de odalisca”, para escoger caprichosamente y en cualquier lugar a sus amantes. Con frecuencia tuvo dos o más a la vez. Es ilustrativa una escena con Alfred de Musset, mujeriego empedernido y malcriado, a quien manejó a su antojo. En una ocasión lo invitó a su apartamento para recibirlo echada en cojines con un negligé turco, rodeada de admiradores y fumando pipa. Como si la escenografía no bastara, acariciando sus babouches le advirtió: “hoy no me hables de amor”. Cuando cortó con él, Musset quedó tan aporreado que le mandó decir que la amaba con todo su corazón, que era la mujer más mujer que había conocido. Para la Sand, uno de sus amores más intensos y desesperados no fue con este poeta, ni con Chopin, sino con Marie Dorval, una actriz parisina diez años mayor.

Mae West, otra fémina con gran apetito sexual, se paseaba por las noches lascivamente disfrazada.  Seducía jóvenes a punta de algunos trucos, y puro carisma. Pocos resistían su tórrida sexualidad. Caían rendidos ante sus piropos. Oye, nene, “lo que tienes en el bolsillo ¿es un revólver, o simplemente estás contento de verme?”. Su consigna era, “búscalos, engáñalos, déjalos”. A los veinte ya había establecido la rutina que mantendría toda la vida: múltiples parejas con uno o dos mancitos en stand by permanente. Las orientaciones básicas las había recibido de su madre, una modelo bávara de corsetería llegada a Brooklyn a principios del siglo. Le enseñó a flirtear sin comprometerse, a evitar el matrimonio y a jamás soltar sus propias riendas. 

J.C. Davies era analista de Goldman Sachs y a raiz de la crisis financiera se recicló como catadora de hombres, de distintas razas y culturas. Ha probado latinos, WASPs, afrodescendientes, europeos, asiáticos, árabes e hindúes. Mantiene un blog que es una caliente invitación al mestizaje. Y acaba de publicar un libro, Me dio fiebre, del cual vale la pena retener una de sus conclusiones de veterana: “pese a todas las diferencias, hay algo en común en todos ellos: la obsesión por copular".

Lo más parecido a una devoradora de hombres criolla -amaba el nombre, odiaba el apellido- no fue proclive a precipitarse en los brazos de cualquiera sin recomendación ni peritaje financiero previos.

En la era de la contracepción generalizada, con avances importantes en la posibilidad de interrumpir desde el día después un embarazo, con el bombardeo permanente de erotismo en la publicidad, en el cine, en la TV y en la red, con el dogma repetido hasta la saciedad -hasta con pegajoso ritmo de salsa- de que “somos iguales, toditos somos iguales”, con el prestigio de los obispos en el nivel más bajo en décadas, con clases de condones casi desde primaria, la pregunta del millón es simple: ¿por qué siguen siendo tan escasas, menos de una en diez, las mujeres que salen decididas a buscar sexo por ahí, cuando es tan fácil y gratificante tenerlo, como sugieren las historias de estas devoradoras de hombres?

El cuento que la educación represiva es lo que determina que ellos sí y ellas no, está mandado a recoger. Nadie se cree la historia que a los hombres nos enseñaron a tirar por ahí con cualquiera. Lo que muchos sufrimos de jóvenes fue una versión del “aplazar el gustico”. Era obvio el mayor énfasis sobre ellas pues, como dicen hace rato los biólogos, y nos lo recuerda el debate sobre la legalización del aborto, los costos del embarazo en últimas recaen ahí. De todas maneras, estamos viendo cómo volaron en pedazos esos sermones. En Colombia, ya hasta las revistas de mujeres y periodistas desnudas derrotan en los tribunales a los inquisidores.


viernes, 18 de marzo de 2011

Lidiar toros jóvenes

Por Mauricio Rubio

Manuel y Germán estudiaron juntos medicina. Ambos fueron alumnos brillantes. Los intereses intelectuales de Germán superaban ampliamente su pensum académico. Músico serio, actor y autor de teatro, historiador aficionado, polemista versátil y frentero, hubiera podido dedicarse con éxito a casi cualquier profesión. Sin ser mujeriego ni físicamente atractivo era un apasionado por el género femenino. En el primer año de universidad tuvo un arrebato con una mujer casada de su edificio. Estuvo a punto de escaparse con ella, no sin antes contarle al marido que lo iba a hacer. Superado ese affaire se ennovió con Mª Lucía, de su mismo colegio pero menor que él. Todo lo que se sabe apunta a que ella nunca se lo dió.

Manuel era coqueto y picaflor pero inofensivo. Rara vez pasaba del medio campo al área de candela. Poeta costumbrista, mamagallista serio, tenía un don natural para desmenuzar la dinámica y las cuitas de las parejas. Bien hubiera podido especializarse en sexología, o como mínimo en romancelogía. Informalmente, sus aptitudes le sirvieron para ser un curtido celestino. Jugando con fuego, se mantenía fiel flirteando para terceros.

Una noche que hacían turno en hospitales distintos, Manuel convenció a una enfermera que llamara a Germán para invitarlo a salir. La banderilla fue eficaz pero la joven no se le midió a concluir la faena. Recurrió entonces a una atractiva colega paisa para continuar el cruce. Una semana después del telefonazo, diciéndole que le presentaría por fin a la misteriosa dama que ya no aguantaba sin conocerlo, Manuel se fue con ella y un par de amigos a recoger a Germán en el Hospital San José. Llegaron poco antes de que acabara su turno, al filo de la medianoche. La paisa, con chaqueta de cuero, jugaría el papel de seductora.  Se encaramó en lo más parecido a una Harley Davidson que encontraron en el parqueadero. Mientras operaba una apendicitis, Germán imaginó que esa madrugada el amor lo esperaba en cualquier lugar, desde Coconito hasta Villa de Leyva. Al ver semejante mujer en ese potro de acero, sintió que la Avenida Caracas nocturna sería su Daytona hacia el séptimo cielo.
Se entusiasmó tanto que, sin quitarse la ropa de cirugía, se abalanzó sobre la paisa. La improvisada Barbarella empezó a correr despavorida. Germán la persiguió por los corredores del hospital hasta que ella pudo refugiarse en el carro de los amigos pidiendo auxilio. A la mañana siguiente, Mª Lucía ya estaba al tanto de lo ocurrido. Germán había cerrado su confesión afirmando que “lo peor de todo, es que me tragué de esa vieja”.

Depurado de detalles histriónicos el incidente del San José, que ocurrió a finales de los setenta, se puede resumir en una corta frase. Germán no aguantaba más las ganas. No fue la escena clásica de infidelidad de un experimentado seductor. Se trató más de la pataleta torpe de un macho impulsivo y desesperado que, encima, tuvo que adornarla con traga repentina al rendirle cuentas a su novia.

El matrimonio de Germán, no con Mª Lucía sino con otra joven que no tuvo reparos en dárselo sin formalidades, ha durado décadas. Ha sido excelente padre e intachable esposo. La fidelidad ha sido a toda prueba, si no de balas, sí de turnos nocturnos en hospitales.

Es imposible tener una idea, siquiera aproximada, de la frecuencia con que las mujeres colombianas tienen que lidiar toros jóvenes como Germán en sus salidas nocturnas. Es probable que, hoy en día, un asunto similar en el parking lot de un hospital, por ejemplo en Boston, quede plasmado en las estadísticas de date rape, cuya definición incluye los intentos. Por nuestros lares, ni la Policía, ni Medicina Legal, ni las encuestas, ni las feministas se muestran interesadas en estas faenas menores.  Los intelectuales serios nos dan lecciones de tauromaquia. Hablan de matadores, no de becerradas.

Sin la posibilidad de explicar cifras nacionales o distritales, sí hay que tratar de entender por qué terminó tan mal esa cita a ciegas en un parqueadero.

Rápido se puede despachar lo evidente, o sea la reacción de la paisa. Se podría ser incisivo y decir que como Antioquia ha sido una sociedad machista y represiva, ha inculcado en las jóvenes pánico con el sexo precipitado. Pero es fácil argüir que el lugar de origen de la dama tuvo poco que ver con su afán de escaparse. Casi cualquier mujer en cualquier lugar de cualquier época hubiera hecho lo mismo. En este caso, proponer que fue una reacción totalmente instintiva no debería despertar susceptibilidades.

El desafío se centra entonces en tratar de entender por qué diablos Germán actuó de esa manera. El  argumento con más kilometraje en Colombia, el de la pobreza, aquí puede descartarse. Si la escena hubiese sido en la comuna 13 o en Ciudad Bolívar o en Siloé, sería imposible rebatir esa interpretación profunda que tiene siempre a mano la intelectualidad criolla. Se diría que Germán no tenía futuro y cualquier cosa que hiciera –pelear en pandilla, fumar marihuana, volarse de la casa, capar clase, pintar graffitis o agredir mujeres- era, en el fondo, secuela de su marginación social y económica.

El asunto de la educación, o el ejemplo familiar, segundo argumento prefabricado, tampoco funciona con Germán, culto e instruído como pocos en su generación. Nadie que hubiera conocido a sus padres -respetuosos de la ley, de las normas y de la urbanidad, correctos hasta con la DIAN, ajenos a Sanandresito- podría sugerir que en esa familia se colaron pautas ligeras de conducta, o se creó un ambiente permisivo y favorable para los desplantes con las damas. La cuestión religiosa, otro comodín usual, tampoco ofrece muchas luces. Sería  imprudente afirmar que Germán se abalanzó sobre la mujer de la moto porque recibió una formación religiosa tradicional. Lo sensato sería señalar que lo hizo a pesar de todos los sermones que pregonaban no desear a la mujer del vecino ni meterse con brujas en moto.

A lo que definitivamente contribuyó la educación patriarcal fue a que el asunto no pasara a mayores, que los amigos no se volvieran cómplices y que Germán entendiera que no había caso. A pesar del susto, la paisa no terminó raptada como una sabina.

Una persona cercana a Germán por aquella época, tiene una explicación elaborada. “A pesar de que no era un hembro, sus condiciones intelectuales y su peculiar sentido del humor lo volvían un hombre tan atractivo y deseado como envidiado y odiado. Que su novia lo mantuviera en salmuera habría sido el detonante inaguantable –en materia de hormonas y autoestima- que lo hizo explotar". Para desgracia suya, el período en que persiguió jadeante a la dama de la moto era uno de dolorosa transición.  Ya casi no se usaba ir de putas pero todavía eran escasas las novias que lo daban.

Haciéndole magro honor al patrón del Hospital, un corolario tentativo de este incidente en el San José es que algunos hombres jóvenes mal tirados, por muy bien educados que sean, pueden perder los estribos. Esto no se plantea como justificación o excusa, sino como mera observación. Similar a la que podría hacer un comandante de cualquier cuartel, o un capitán de cualquier barco. Es una realidad que algún día tendrán que aceptar las autoridades de los municipios o los barrios de los que se van las jóvenes casamenteras –para algún cultivo o una maquila- dejando tras de sí una manada de toros jóvenes que, como Germán, simplemente no pueden tirar, aunque se mueran de ganas. Y que, tal como vamos, en el futuro serán perseguidos por la fiscalía cuando se atrevan a acercarse a algún burdel cercano. La esencia de los varones se ha podido civilizar, pero algunos rasgos son más tercos que los de los novillos, que en últimas admiten cruces y manipulaciones genéticas.