lunes, 12 de diciembre de 2011

Los machos promiscuos y el presidente gringo


Publicado en La Silla Vacía, Diciembre 13 de 2011

Cuentan que en una visita del presidente Calvin Coolidge y su esposa Grace a una granja avícola ella observó un gallo que no paraba de copular. Discretamente le preguntó al anfitrión:
- ¿Ese gallo lo hace todo el día?
- Sí,  Sra Coolidge
- ¿Todos los días?
- Así es
- Por favor, cuéntele eso a mi esposo

El granjero se acercó a Coolidge para transmitirle el mensaje y este reviró:
- ¿Y el gallo lo hace siempre con la misma gallina?
- No, Presidente, siempre es con un distinta
- Por favor, cuéntele eso a mi esposa
De esta anécdota salió el nombre, efecto Coolidge, para la capacidad de los machos de muchas especies de multiplicar su potencia sexual, de renovar sus energías siempre que el siguiente polvo sea con una hembra distinta. Los ratones han sido los afortunados elegidos para estudiar en el laboratorio esta fuerte vocación de los machos por la variedad. Se ha encontrado que si al reponer sus energías para otra cópula con la misma ratica necesitan un tiempo significativo y creciente, al cambiarle las hembras la recarga de energía sexual es casi inmediata. La explicación más aceptada para este efecto es la búsqueda instintiva de diversidad genética en la descendencia. El equivalente al lema financiero de no poner los huevos en la misma canasta es no echarse los polvos con la misma hembra. Los ganaderos lo saben: uno sirve para todas. 
Cualquier mujer interesada por la sexualidad masculina –la real, no la utópica- debe tomar en serio a Coolidge.  Se ahorrará resentimiento, inocuos “yo nunca haría eso”, desacertados "¿es que ya no me quieres?" e infructuosas cacerías de culpables. Si le ofenden las comparaciones con animales, puede leer historias de mafiosos, de tiranos o magnates, homo sapiens que corroboran el efecto y nos representan bien a todos: el poder tumba restricciones y hace asomar a don Calvin. Los vecinos de Narcorama cuentan historias que los expertos del sexo con ratones encontrarían familiares. Incluso antes del Viagra, déspotas septuagenarios, multimillonarios o artistas famosos demostraron el potencial de un abanico de mujeres.
Varias peculiaridades de la sexualidad masculina -hacerlo con extraños, mayor infidelidad, pensar siempre en eso, despedir la soltería, afición al porno, acoso sexual o visitas al burdel- se explican con este efecto. Incluso la violencia de pareja es a menudo una secuela del Coolidge: algún macho mujeriego y celoso que supone tener derecho a varias mujeres, no soporta que una de ellas desafíe esa prerrogativa y la agrede.
Sería un error insinuar que los mafiosos inventaron la promiscuidad, o que trajeron a Coolidge al país. Simplemente integran, con los hacendados que ejercían el derecho de pernada, algunos políticos y cacaos discretamente promiscuos, el exclusivo club de compatriotas que hicieron efectiva esa vocación latente en todos los machos, ese afán obsesivo por tener muchas, muchas mujeres. Es por Coolidge que al novio o esposo se le van los ojos con un cuerpo femenino en la calle, que le gusta leer reportajes entre fotos de senos, que habla tanto de sexo y que se pega sus escapadas reales o por la red. Entre señores normalitos ya existen los que prefieren muchas féminas virtuales a una sóla mujer real. Así de poderoso es Coolidge, como un presidente gringo.
Pocos lo logran, pero todos los machos, desde los ratones, quisiéramos nuestro propio harem. Por eso es desatinado e injusto que después de renunciar a tenerlo, de conformarnos con la menos excitante monogamia, dejando la diversidad para los sueños, los chistes, las revistas, los videos o internet, nos acusen de haber instaurado el matrimonio para someter a una mujer a que nos lave los calzoncillos. Los esponsales se instituyeron para apaciguar la manía por renovar pareja -del esposo y sus congéneres- evitar el consecuente desorden, y para que el macho alfa no se quedara con todas, como los toros reproductores que no se dignan repetir con la misma. También resulta irónico que quienes dominaron la tecnología para desarmar a Coolidge, siendo tan eficaces que se les fue la mano con ellos mismos, reciban tanta crítica de mujeres ingratas que no sólo los culpan de sus cuitas, sino que desconocen su aporte a la civilización de los machos. Y voltean la doctrina para proclamar que la infidelidad masculina es inevitable, pues con un gobernante tan caprichoso como Calvin alias deseo nadie puede. 

Señalar que el efecto Coolidge es natural e instintivo, adaptativo para ancestros lejanos, no implica sugerir que sea algo positivo, inmodificable y homogéneo entre varones. No es una excusa para enredos e irresponsabilidad. La capacidad de acumular grasas en el cuerpo, que en épocas remotas pudo garantizar la supervivencia, es la obesidad que hoy aqueja como afección, con distinta  severidad, a muchas personas. Si se quieren controlar esas tendencias innatas convertidas en dolencias, lo sensato es entender cómo funcionan. 
De nada sirve amargarse porque Coolidge o el exceso de apetito existen, o no están igualitariamente repartidos entre ellos y ellas. Tampoco ayuda recurrir a complejas y milenarias conspiraciones políticas. No funciona combatirlos con un mismo régimen de prohibiciones para todos pues hay desde los inmunes al trastorno hasta casos críticos que requieren terapia, pasando por los afectados leves, remediables con un susto y fuerza de voluntad. Es importante un diagnóstico doméstico pero certero que tenga en cuenta la herencia genética y financiera, el entorno, la educación, el curriculum sexual, así como los costos sobre las personas afectadas. Y no se debe descartar la posibilidad de que en los casos más complicados, para controlar el afán desmesurado por probar bizcochos, lo más eficaz pueda ser un fármaco.
(Con un par de anotaciones sobre Coolidge femenino)

lunes, 21 de noviembre de 2011

Sexo sin rodeos, directo al cerebro

Publicado en La Silla Vacía, Noviembre 21 de 2011


A final de los 60, Natalja Bechterewa del Instituto de Medicina Experimental en Leningrado estimulaba eléctricamente el tálamo de pacientes con Parkinson. Algunos reportaron experiencias placenteras. Una mujer de 37 años no solo evocó sensaciones que la llevaron al orgasmo sino que “empezó a visitar con más frecuencia el laboratorio e iniciaba conversaciones con los asistentes. Los esperaba en los corredores o el jardín para averiguar cuando sería la próxima sesión”.
Años antes Robert Heath en Tulane lograba que algunos pacientes tuvieran un orgasmo con corrientazos administrados por ellos mismos. En una sesión, B-19, un gay con electrodos implantados en el cerebro se auto estimuló unas 1.500 veces, hasta “experimentar una abrumadora euforia de la cual tuvo que ser desconectado a pesar de sus enérgicas protestas”. Hay quienes opinan que la estimulación placentera del cerebro debería ser un derecho inalienable. Pero tales experimentos fueron prohibidos y hoy se realizan sólo con animales.

La sexualidad humana es peculiar, pero comparte con otras especies  un gatillo cerebral del goce. En los años 50, se descubrieron en el cerebro unos centros de placer, cuya estimulación es intensamente gratificante. De manera más fuerte que B-19, si un ratón aprende a auto estimularse con una palanca, morirá de hambre, “nadará fosos, saltará vallas, o cruzará rejillas electrificadas para alcanzarla”. Como las drogas, este sexo directo es adictivo. El ratón le dará y le dará a su amada palanca hasta quedar exhausto. 
La variante actual del corrientazo es un estímulo visual al cerebro. El goce llega sin trámites ni colaboradores, sólo con una ayuda manual. Es privado y gratuito. Con la generalización del porno en Internet, es inevitable pensar en el orgasmotrón de El Dormilón pero también en los roedores obsesionados con la palanca. Ahora son hombres quienes, enganchados a su ratón, estimulan su cerebro con una variedad, novedad e intensidad que ni los emperadores chinos, ni los sultanes turcos, pudieron siquiera imaginar. La pornoweb permite que cualquier macho monte su propio harem, con amplio menú de coreografías y servicios. Cuando no se es poderoso se juega a emular a Gadafi, Berlusconi o Gengis Khan. El cerebro sexual masculino es tan sensible a lo visual, y tan obsesionado con la variedad, que se come enterito el cuento del harem que llega por la red. No sorprende que las mujeres, sexualmente más sofisticadas e inteligentes, no entiendan semejante idiotez. 
La dinámica de lo que algunos consideran una adicción sería similar a la de las drogas. El estímulo de los caprichos virtuales gratuitos y a la carta es tan vigoroso que podría deteriorar el cableado entre neuronas para requerir dosis crecientes de excitación. Si a la escalada se suman otras emociones –sorpresa, rabia, disgusto, desprecio, asco, miedo, vergüenza- el enganche es más sólido. Se anota que, por eso, las escenas porno son cada vez más duras y estrambóticas.  Algo similar le ocurre a los poderosos que, sin restricciones, parecen volverse adictos al sexo, además de excéntricos o bruscos. 

Para una de sus novelas, Tom Wolfe gastó años observando estudiantes en los campus. En un pasaje, uno de ellos llega al dormitorio.
-       ¿Alguien tiene porno? 
-       En el tercer piso hay revistas para una mano
-       Ya desarrollé tolerancia a las revistas, necesito un video

No se sabe de usuarios que, cual ratón experimental, estén dispuestos a grandes sacrificios por una nueva dosis. Pero sí de algunos que, sin buscarlo, "desarrollan tolerancia". Si un pin up con sonido es suficiente para sus primeros pinitos, después se aburren con lo soft y aventuran en el hard. Paralelamente, pierden interés sexual en sus parejas. La dura realidad de una mujer que ni siquiera tiene dotes de gimnasta, cadencia felina, obsesión por las paletas, corsetería de lujo ni repertorio de jadeos, se puede traducir en disfunción eréctil.  La adicción al sexo virtual podría llevar a gustos y preferencias no imaginados en la alcoba doméstica. Si se ha visitado en la red el trío de una cougar, su hija embarazada y el yerno travesti fustigados por el mayordomo sado en un gallinero, el polvo semanal con la de siempre parecerá insípido.  

La incidencia del trastorno está lejos de conocerse. Muchos enganchados, dispersos entre usuarios ocasionales, no saben que lo están: ingenuamente creen tenerlo todo bajo control. Aunque cual ratones le den y le den sin parar, para que luego no se les pare. 

Conviene hacer explícito que estos no son argumentos moralistas para la prohibición del porno, que sería inocua. La canasta de adicciones potenciales es variada: va desde el chocolate hasta el jogging o el rezo matutinos. Y sería un despropósito entregarle otro jugoso negocio a las mafias. Más sensato que ilegalizar es dejar que cada quien administre los costos de sus aficiones.   

El fenómeno del autocibersexo, oh sorpresa, es poco femenino. Las usuarias de porno de cualquier edad son escasas y la frigidez por saturación de estímulos virtuales suena a chiste flojo. Aquí el cuento de la educación diferencial por género no convence. Nadie creerá que los baby boomers o la generación X, ya bajo la presión feminista, indujeron a sus hijos varones al porno con tolerancia creciente, y a sus hijas las mantuvieron alejadas de las video tiendas y la web. Ellas también tiran cada vez más jóvenes, están conectadas y tienen celular, pero para otros asuntos. Al igual que ellos, lo pueden ver lo que les antoje en privado en privado e informarse en la prensa sobre el porno decentepero les interesa menos. Si las farmaceúticas no han dado con el equivalente rosado del Viagra, la industria XXX busca sin éxito la veta porno que atraiga a las mujeres. Simplemente no existe una demanda como la que sí bulle del lado varonil.

No se sabe a qué se dedicó Natalja Bechterewa al final de su vida. Tal vez trató de vender la bitácora de las sesiones con la paciente  enamorada de los electrodos. La tecnología para meter voltios en el cerebro tiene demanda en varios sectores, desde la terapia sexual hasta el control de las manifestaciones estudiantiles. 
Referencias

domingo, 2 de octubre de 2011

Los mujeriegos son más que las ... (ni siquiera existe el término)

Publicado en la Silla Vacía, Septiembre 27 de 2011


Son comunes las historias de cuernos. Algunas infidelidades son ocasionales y fugaces. Otras son transitorias: la persona infiel sale de un nido y prepara el otro.
A pesar del misterio, son más frecuentes en el país los deslices masculinos. Según dos encuestas nacionales, una del 2008 y otra del 2011, más de la mitad de los colombianos han sido infieles, contra cerca de un tercio de las mujeres. En otro sondeo realizado entre universitarios las diferencias por género son menores, pero entre quienes reportan haber sido infieles varias veces los mujeriegos barren.
En todas las preguntas relacionadas con la infidelidad las respuestas positivas de los hombres superan las de las mujeres. Parece común que él ponga cuernos mientras ellas –la pareja y la otra- le son fieles. Es lo que ocurre con la sucursal, una iniciativa bien masculina que merece capítulo aparte.

Unas infidelidades tan audaces que deben ser fugaces, son las que ocurren por ahí, en el entorno cercano, y también son un asunto muy varonil.
No es fácil explicar por qué unas personas son infieles y otras no. Para las diferencias por género, conviene no limitarse a los discursos tradicionales -como el machismo, las leyes de adulterio o la religión- que son insuficientes. Precisamente, no ayudan a explicar la infidelidad femenina, que es antigua y complementa la masculina.

Los darwinistas tienen una teoría simple, consistente con estos datos. En la pareja típica, él aprecia más la variedad, le gustan las aventuras cortas y estará tentado a ser infiel con cualquier mujer más joven y bonita. Ella, más selectiva, con menor inclinación por lo efímero o casual, se sentirá atraída por hombres de mejor posición, mayor riqueza, poder, fama, o generosidad que su parejo. No se trata de una ley a rajatabla sino de inclinaciones, o impulsos instintivos. A ellos los atraen las reinas de belleza y a ellas los reyes de verdad. Se puede pensar que estos cuentos de hadas moldean los gustos, o bien que gustan porque dan en el clavo. Lo más sensato es aceptar que ambas cosas influyen y se refuerzan. 

Sea cual sea el origen de este guión tan popular, una consecuencia es que con los años, los hijos, las arrugas, la consolidación de la carrera, el progreso económico y la acumulación de poder, la posibilidad de ser infiel se amplía para ellos y se restringe para ellas. A las inclinaciones se suma la realidad del mercado. Los cuernos son tercos opositores de la equidad de género. Empresarios exitosos, funcionarios VIP, reyes reales, intelectuales o artistas de renombre, todos con sus fieles esposas, encajan en el patrón que, no sobra reiterar, admite notorias excepciones. Si, como ocurre en varias ciudades del país, la demografía aporta un exceso de mujeres y la economía riqueza mal repartida, la tendencia se consolida.

En las grandes ligas de los negocios y la política –legales o no- el afán de renovación de pareja se torna obsesivo en los varones, y la disponibilidad de féminas agraciadas parece inagotable. En Colombia, las historias de mafiosos con su séquito de reinas ilustran a la perfección el escenario. De los entornos más institucionales se sabe menos. Hemos adoptado el esquema francés de la discreción, que protege la intimidad de los poderosos, y sus eventuales indelicadezas, en detrimento del resto de nosotros. Pero se puede intuir que en la legalidad pasa lo mismo que en el bajo mundo: unos pocos se quedan con muchas. Con total liberté y poca fraternité, los cuernos también atentan contra l’égalité.

En uno de los pocos libros colombianos sobre el tema, tres psicólogas cuentan que a Mónica, casada con Esteban, se le “apareció Ricardo, que ocupaba una posición prominente en la organización y que además era encantador y seductor … la hizo sentir como en las nubes. Jamás se imaginó que un hombre al que ella veía como exitoso, brillante, de mundo y con posición se fijara en ella”.

La encuesta hecha en un parvulario de líderes no permite contrastar en detalle la teoría. Pero sí corrobora el liderazgo masculino en los cuernos. El único factor que ayuda a discriminar a los infieles reincidentes es ser hombre, siendo cinco veces más probables los mujeriegos que las mujeres para quienes aún no se acuña un vocablo equivalente. (Las lideresas de la campaña pro balance de género en el idioma deberían corregir esta falla, que tal vez restringe aún más la infidelidad femenina).

Con la muestra total de estudiantes, ni el estrato, ni el lugar de origen, ni el estado civil de los padres durante la adolescencia, ni el tipo de colegio, ni la religiosidad –propia o de la familia- ni siquiera la infidelidad del padre o la madre ayudan a discriminar a quienes han puesto los cuernos con frecuencia de los demás.

El análisis por género indica que los hombres con padres separados –tal vez por alguna infidelidad- tienen dos veces más chances de poner los cuernos. El mujeriego se hace, o nace y el entorno lo refuerza. Para las mujeres, el tipo de familia no influye. Hay un leve efecto represivo, no significativo, del colegio religioso. La orientación sexual sí permite separar a las muy infieles de las demás: en lesbianas o bisexuales, la probabilidad de los cuernos reincidentes es más del doble que en las heterosexuales. Otra dimensión, además del sexo con extraños, en que la orientación sexual afecta conductas en las mujeres pero no en los hombres.
En últimas, de acuerdo con esta encuesta y varios testimonios, aunque ser hombre –o mujer no heterosexual- definitivamente contribuye, parecería que en eso de la infidelidad simplemente, y casi por azar, se cae. Belleza y juventud les bajan las defensas a ellos, mientras el poder las hace vulnerables a ellas. A veces la aventura cuaja. Otras veces no, pero queda gustando y, roto el tabú, se reincide. Como en muchos otros juegos, en este de la infidelidad los hombres poderosos tienen más chances de salirse con las suyas.


Sexo con extraños. ¿Por qué tan pocas mujeres lo hacen?

Publicado en la Silla Vacía, Septiembre 20 de 2011


Ignorando los casos difíciles de encasillar, algunos biólogos y psicólogos sugieren una especie de patrón universal. Las mujeres, con pocos, valiosos óvulos, los cuidan y son selectivas. Para compartirlos exigen un ritual mínimo, averiguaciones previas y referencias. Algunas no lo dan sin pruebas de generosidad, compromiso y amor. Nada de eso resulta fácil con extraños. Además, es sobre ellas que recaen las eventuales y embarazosas secuelas del sexo, algo que exige cautela. Los hombres, por el contrario, sin apego por sus innumerables, insignificantes y baratos espermatozoides, son propensos a dejarlos en cualquier receptáculo, a feriarlos en parajes desiertos o insalubres. No deberían, pero ellos pueden ser irresponsables. A veces tiran y se van.
Las estadísticas parecen darles la razón a estos darwinistas. En todos los lugares, y en todas las culturas en donde se ha indagado la cuestión, las mujeres reportan menos sexo con desconocidos que los hombres. Colombia no es la excepción. A nivel nacional, 9% de ellas contra 32% de ellos han tirado con extraños. En un sondeo entre universitarios, los porcentajes son de 24% contra 38%, y el 7% de los varones reporta haber iniciado su vida sexual con una desconocida. 

Una encuesta a las francesas -hijas o nietas de las que en el 68 prohibieron prohibir- apunta en la misma dirección. Da detalles adicionales: en los polvos con nuevos parejos –no totales extraños- llegan al climax con menor frecuencia (58%) que con el parejo habitual (79%). Así, en materia de orgasmos, oh la la, más vale normalito conocido que tinieblo de infarto por conocer. Que tome nota Aleida.
La química íntima femenina atentaría contra la experimentación sexual. La vagina es un medio ácido, con un pH entre 3.8 y 4.5. Este ambiente hostil a las bacterias es lo que mantiene el lugar “tan limpio y puro como un vaso de yogurt”. El semen, con un pH alrededor de 8, es más alcalino. Por varias horas después del coito, el pH vaginal aumenta, dándole papaya a las infecciones. La vuelta al ambiente antiséptico se da sin problemas cuando el semen resulta familiar. Con esperma desconocido, el restablecimiento del pH es más lento. Un mecanismo del tipo “toca cogerle el tiro a lo alcalino”. Él no sufre los afanes de la anfitriona.

Ante tales argumentos, ¿cómo explicar los casos atípicos? ¿Cómo entender esas mujeres que han ido, según unos, contra la biología y los instintos y según otras, contra la opresión del patriarcado?

Los escenarios de los polvos con N.N. en el país aún son un misterio. La encuesta realizada entre estudiantes revela cosas interesantes. Los antecedentes familiares ayudan un poco a discriminar a quienes han tenido sexo sin previo conocimiento de su pareja. Para ellas, un padre mujeriego restringe aún más las aventuras mientras la infidelidad materna contribuye. Para ellos, los cuernos paternos o maternos no influyen. El estrato socio económico y la religiosidad también muestran un efecto diferente por género. Los sermones de curas y pastores contra la costumbre de ir tirando por ahí con cualquiera los afectan más a ellos. La alta posición social, por el contrario, las inhibe mucho a ellas, mientras que a los hombres los hace más aventureros.
Lo que definitivamente reduce la prevención de hacerlo con quien no se conoce, y de manera más marcada para ellas, es salirse de la casilla heterosexual. Para las mujeres, ser lesbiana, bisexual u “otra”, es la variable de esta encuesta que mejor ayuda a discriminar a las que han tenido relaciones sexuales con gente extraña, siendo casi cinco veces más probable que lo hayan hecho, comparadas con las que sólo les gusta con hombres. En ellos, el efecto es menor, y la religión o la clase social tienen un impacto estadísticamente más significativo.
Dadas las características de la encuesta –pobre en recursos, muestra pequeña- estos resultados deben tomarse más como sugerencia para nuevas pesquisas que como patrones definitivos. De todas maneras, surgen varios comentarios.

El primero es que, a pesar del interés del feminismo colombiano por el movimiento LGTB y lo mucho que, al parecer, se ha estudiado la diversidad sexual, fuera del discurso normativo para defender los derechos de las minorías, no es mucho lo que se divulga. Aún es poco lo que los profanos sabemos sobre los antecedentes y las características de los no heterosexuales en un país con tanta variedad étnica y cultural. 

La asociación entre sexualidad no convencional y sexo con extraños surgió por casualidad en esta encuesta a universitarias, pero el resultado no sorprende. Aunque es problemático meter en un mismo paquete lesbianas, bisexuales y “otras”, no es arriesgado señalar que todas ellas tienen en común haber separado sexualidad de reproducción. Las precauciones –instintivas y culturales- para el sexo con desconocidos tienen que ver, precisamente, con la reproducción. Si el sexo se ha depurado de esa carga, parece lógico que los trámites previos también disminuyan.

Sea cual sea la causalidad, la mayoría de universitarias no heterosexuales encuestadas parecen inmunes a una de las restricciones que históricamente más han diferenciado a las mujeres de los hombres: tirar con desconocidos. No son las únicas. Lisa Diamond, quien siguió una cohorte de 89 lesbianas gringas por varios años señala una queja común entre ellas: “es difícil encontrar mujeres interesadas en sexo casual”. En ciertas devoradoras de hombres famosas confluyen la bisexualidad y los polvos con extraños. Para las prostitutas, entre quienes se sabe que es alta la incidencia de lesbianismo, también aplica la observación.

En esta encuesta a estudiantes, la orientación sexual explica menos los polvos anónimos de los hombres que los de las mujeres. Se corrobora así una observación clave de la nueva sexología: ser lesbiana no es equivalente a ser gay pero en mujer.

Una última inquietud. El supuesto estándar en Colombia sigue siendo que lo sexual es 100% aprendido, totalmente determinado por la cultura. La pregunta que surge es dónde, cuando y cómo les enseñan en el país a algunas mujeres a deshacerse del rótulo heterosexual. Y a adoptar una conducta tan típicamente masculina como tirar por ahí con cualquiera, sin mayores preámbulos.


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Frigidez, Viagra y sexualidad

Publicado en la Silla Vacía, Septiembre 6 de 2011


Según la encuesta de sexualidad del 2008, un impresionante 36% de las colombianas de cincuenta y cinco años o más admiten ser frígidas. Aunque entre las más jóvenes la cifra es menor, para todas las edades la proporción es alta, una de cada cinco. Así, en uno de los países más felices del mundo, tres millones de mujeres reportan déficit de orgasmos. 


A pesar de lo monumental de esta cifra, y recurriendo a una queja cliché, en Colombia de eso no se habla. En el archivo de El Tiempo, desde 1990, aparecen más de 5.000 menciones del aborto, contra 66 de la frigidez o 38 de la anorgasmia. Como titula uno de los escasos artículos, se trata de “un mal que se sufre en silencio”. Los catálogos de las bibliotecas capitalinas tampoco reflejan mayor interés por las dificultades del goce femenino, sin el cual la liberación sexual no pasa de ser un mal chiste. Además, preocupa que la magnitud sea de epidemia. 
Se dice que Marilyn Monroe, con tres maridos, varios famosos amantes y todo el mundo soñando con ella, rara vez pudo ver estrellas. No basta ser sexy para llegar. En su época, una de cada tres gringas era frígida pero, a diferencia de Colombia, entre las mayores la proporción era más baja. O sea que allá, antes de la liberación femenina, algunas mujeres aprendían a superar esa dolencia dentro del matrimonio.
 
Simone de Beauvoir señala como principal causa de la frigidez la nefasta noche de bodas. Pero deja sin respuesta la cuestión de por qué, y cómo, la mayoría de las mujeres casadas lograron liberarse de ese yugo.  A ella no le ayudó mucho evitar la luna de miel en su relación con JP Sartre. Su primer orgasmo con un hombre lo tuvo ya madura, justo antes de publicar el Segundo Sexo, a punto de casarse y tener hijos con Nelson Algren. O sea cuando su vida afectiva estuvo más cerca del patrón cultural que criticó duramente después de esa experiencia. 

Por los años ochenta, Helí Alzate, un sexólogo caldense tan reconocido internacionalmente como ignorado en el país, realizó un interesante experimento que desafía la teoría del patriarcado como principal causante de esta dolencia sexual femenina. Entre dos grupos de mujeres radicalmente opuestas en cuanto al sometimiento a la cultura machista, las más oprimidas golearon en orgasmos a las supuestamente más emancipadas. 

Es una lástima que la Beauvoir no hubiera alcanzado a leer los trabajos de este ilustre compatriota, figura importante de la sexología experimental. Esta disciplina está desafiando varios de los prejuicios más persistentes sobre la vida intima de las mujeres. En particular, la noción de que la sexualidad femenina es igual a la masculina, pero más reprimida, muestra grietas por varios lados. 

Con la llegada del Viagra no sólo se revolucionó el tratamiento de la impotencia masculina. De rebote, al buscar infructuosamente una solución farmacéutica para la frigidez, volvió a quedar sobre el tapete el misterio que  había atormentado a Freud: ¿qué es lo que quieren las  mujeres? Se ha hecho evidente la gran ignorancia que existe sobre los determinantes del deseo femenino.

Hasta la fecha, los intentos por encontrar el Viagra para ellas han fallado. Este fracaso prueba que sexualmente las mujeres son distintas de los hombres y que esa diferencia, nada que hacer, no es sólo cultural. El fármaco varonil sirve en todos los lugares, a lo largo y ancho del planeta. Con el burdo artificio quedó claro lo pasmosamente sencilla y primitiva que es la sexualidad masculina, siempre con superávit de ganas. Cuando falla, se arregla con un simple artificio mecánico, como quien infla una llanta. A la vez, se ha hecho evidente que la sexualidad femenina es mucho más compleja, variada y sofisticada. Y que reside sobre todo en la mente, no tanto en el cuerpo ni en los genitales. Es tal vez por eso que ha sido tan manipulada culturalmente, como señaló la Beauvoir. En últimas, un computador es más maleable que un ábaco. 

En lo que hay consenso es que la sexualidad de las mujeres es un campo no sólo misterioso sino  poco y mal estudiado. La ignorancia no sorprende. No era mucho lo que se podía esperar de quienes hicieron votos de castidad o de filósofos y médicos que, incapaces de empatías íntimas, pensaron que se trataba de una tubería tan simple y burda como la de ellos. 

En Colombia, no es fácil identificar de quien depende y cómo ha evolucionado la agenda –si es que existe- para aliviar las dificultades del orgasmo femenino. Ha sido costoso haberle endosado todos los complejos menesteres sexuales al sector salud. De haber hecho eso con el rubro de la alimentación, la gastronomía en la actualidad se limitaría a señalar qué es veneno o qué produce gastroenteritis. Yo me atrevería a sugerir, de acuerdo con los resultados del experimento de nuestro más ilustre sexólogo, que algunas colombianas marginadas e ignoradas podrían hacer mayores aportes en materia de erotismo y orgasmos que de tráfico y mafias.  

Para un diagnóstico completo y sensible de las dificultades femeninas con el climax, y los eventuales remedios, sería útil hacer algunos esfuerzos. Por ejemplo, refinar la lista de los estragos causados por el machismo. Si se postula que la mujer frígida no nace sino que se hace, habría que precisar cómo y dónde es que eso ocurre, y cómo se puede prevenir. Y preguntarse si a punta de confrontaciones a veces gratuitas con el género masculino no se está inculcando demasiada desconfianza, tal vez paranoia, que contribuye a la epidemia. En todo caso, habrá que tener mucha paciencia. Bastante más de la poca que ha habido con algunas de ellas para que por fin lleguen.

martes, 30 de agosto de 2011

Ellos lo piden, ellas lo dan

Publicado en La Silla Vacía, Agosto 30 de 2011

En la película Annie Hall, de Woody Allen, hay una escena memorable. En una pantalla dividida, ella por teléfono y él en el diván, le responden al analista la misma pregunta: ¿con qué frecuencia se acuestan ustedes? ¿Tienen sexo a menudo?
- Annie : Constantemente, yo diría que unas tres veces a la semana
- Alvy : Casi nunca, si acaso unas tres veces por semana.
Para los mismos tres polvos semanales, ella parece saturada y él se siente abandonado sexualmente. Como en este terreno la empatía con los congéneres es automática, para mí la perspectiva de Alvy no requiere mayor elaboración: siempre tiene ganas y cualquier frecuencia por debajo de su capacidad la ve como un desperdicio. La respuesta de Annie sí suscita un par de reflexiones. La más obvia es que las ganas, digamos autónomas, de ella son menos que las de Alvy. No es difícil suponer que entre estos dos personajes la iniciativa para tener relaciones recae más sobre el insatisfecho. Y que tiene que seducir a Annie, a quien no le hace tanta falta el sexo.

En las parejas colombianas, sin el psicoanalista, la misma escena debe resultar familiar. De acuerdo con una encuesta del 2008, la de "3 o 4 veces por semana" es la frecuencia más reportada tanto por ellas (31%) como por ellos (33%). La contabilidad de los encuentros sexuales que las mujeres llevan es similar a la de los hombres.


En número de polvos al mes, esta distribución implica un promedio de 9.7 para ellos y de 8.9 para ellas. No es fácil explicar lo que esconde esa discrepancia de casi un polvo al mes. Para la misma época de la encuesta colombiana, en Francia se observaba una frecuencia mensual femenina de 8.8, igual a la masculina de 8.7. Por edades, la actividad sexual nacional tiene un pico entre los 25 y los 35, permanece casi constante por dos décadas pero a los 55 sufre una caída abrupta. Las tres veces semanales se tornan un lujo de sólo una en cinco parejas.

Sea cual sea la frecuencia de las relaciones sexuales, los colombianos deben sentir, como Alvy, que les faltan polvos, pues son quienes más lo piden. Ellas, simplemente lo dan. Las diferencias no son despreciables y, sorprendentemente, hay acuerdo en la percepción de quien lleva la iniciativa. La mitad de las veces el impulso es compartido. De resto, son básicamente ellos quienes proponen. En Francia, en tres de cuatro ocasiones se reconoce que ambos sugirieron hacerlo. Para las demás oportunidades, también son los hombres los que lideran la faena.

Para interpretar este desacuerdo puede adoptarse una posición extrema: él quiere, ella no, y entonces él la obliga. Esta visión de lo que ocurre en las alcobas puede ser la preferida por las más radicales, pero sería poco sensato suponer que es lo más común. La encuesta hecha en Francia muestra que, a pesar de no tener siempre la iniciativa, la alta frecuencia en las relaciones sexuales es muy apreciada por ellas.

Bajo un escenario más cariñoso y consensual, el guión podría ir en las siguientes líneas. Como él, tan simplón, requiere menos estímulos para el sexo -más claro aún, siempre tiene ganas y busca cualquier disculpa- asume la iniciativa. No sólo propone, sino que acude a su caja de herramientas de seducción. Una caricia, un piropo, un "hace tiempo que no lo hacemos" ... y ella acepta. Alvy cuenta que ha ensayado de todo con Annie, hasta una lámpara roja. Una sexóloga experimental, Meredith Chivers, ha osado sugerir que el simple anuncio de que él tiene ganas puede ser un detonante del deseo de ella. A algunas feministas, obsesionadas por la total autonomía en todos los terrenos, les puede resultar difícil tragarse ese sapo, pero qué le vamos a hacer. Así parece ser la misteriosa sexualidad femenina: más basada en darlo que en pedirlo. Algo del tipo, "pues yo no había pensado en eso, pero si quieres, hagámoslo". Para terminar ambos disfrutándolo. En últimas, se puede hacer un paralelo con algunos compromisos familiares, o planes promovidos por ella. Él en principio no quiere, incluso tiene hartera, pero por darle gusto a ella acepta, y al final acaban disfrutando juntos algo que él no tenía planeado. Y así, entre concesión en esto por concesión en aquello, nos fuimos enamorando.

Sobre la disparidad en las ganas autónomas, Natalie Anger propone otra herejía. Plantea que el deseo femenino podría tener ciclos relacionados con las hormonas –rezagos del estro- que los hombres, aún no se sabe bien cómo, alcanzan a captar. Así, no dejan escapar las mejores oportunidades, esos esporádicos polvos no rogados, de calidad y fertilidad premium.

De todas maneras, la reserva permanente de ganas masculina acaba beneficiando a las mujeres. Es lo que facilita algo positivo y saludable como aumentar la frecuencia de las relaciones sexuales. Por misteriosas razones, algunas feministas se las han arreglado para ver en una cuestión tan inocua y natural como el desbalance de ganas un complot contra la sexualidad femenina. Pero si no fuera por esa asimetría, tal vez muchas mujeres lo harían pocas veces al mes, como los viejitos antes del Viagra. Y como recomiendan los curas, alrededor de la ovulación.

Esta persistente presión también tiene secuelas negativas, como olvidarse de las cuentas, o del preservativo. O en casos extremos, acosar. De todas maneras, la visión política de los asuntos de pareja no ayuda mucho con lo de la iniciativa o la frecuencia o las consecuencias de las relaciones sexuales. Es menos pertinente que lo que sugieren las sexólogas, más pragmáticas, de la nueva generación, que nos tranquilizan señalando que en la alcoba no todo es un forcejeo por el poder. También hay seducción, estrógeno, feromonas y, al coronar, dosis gratuitas de esa una sustancia tan benéfica como adictiva, la occitocina. A nivel de políticas, ignorar esa bioquímica ha sido un desacierto. A nivel personal, despreciar ese potencial puede resultar costoso, incluso para ellas. Ya lo dijo un Nobel: los polvos que no se usan a tiempo se pierden.

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